Opinión

El silencio que habla

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Decía la escritora Karen Blixen: “Cuando el narrador es fiel a la historia, al final es el silencio quien habla. Cuando se traiciona la historia, el silencio no es más que vacío”. Mi historia con Karen Blixen ha quedado en un recuerdo de verano, en un agosto de hace más de veinte años que este agosto de hoy me devuelve en forma de recuerdo. Mi viaje a Nairobi con una letanía en los labios: yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Sí, ese comienzo de película, con imágenes de un tren que atraviesa la sabana, cargado con aquellas cajas que contenían la porcelana de limoges. En mi memoria, África tiene un color dorado. La memoria es una fuente inagotable para la imaginación, lo que ya no recordamos, lo que borró el tiempo, la desidia, lo suplimos con ella. Si les digo que mi historia con Karen tiene algo de fantasmal y que se escribe en las tripas más que en las páginas de los libros, es ser fiel a ella, a su forma de entender toda narrativa, narrativa que se torna viva, con voluntad propia, capaz de generar su propio destino, de existir por sí misma una vez que se desprende como una pompa de la pipa del escritor, así lo describía Julio Cortázar. Solo así hablará el silencio al final de la historia. Ese silencio que lo cuenta todo.

Mi viaje hasta la granja de Karen, aquella donde ustedes imaginarán a Meryl Streep con vaporosa bata, fue de los que te conectan con tu existencia por el miedo a perderla. Un taxi destartalado, conducido a una velocidad de vértigo, que se balanceaba al ritmo de música en suajili. Apenas quince kilómetros separan la ciudad de la granja donde Karen escribió varios de sus Siete cuentos góticos, amó a Denys Finch Hatton, un piloto de las Fuerzas Aéreas británicas dedicado a la caza, que quedó en nuestra memoria cinematográfica plasmado por el atractivo Robert Redford. Una Karen que luchó contra las plagas de langosta y la sequía para conservar su plantación de café y contó historias a los nativos, sus kikuyu, como una Sherezade de la mitología nórdica; en esa granja lo había tenido todo para luego perderlo. Llegó a África desde su Dinamarca natal en 1914 tras contraer matrimonio con su primo segundo, el varón Bror von Blixen. En una entrevista declaró: “Desde el primer momento me sentí como en casa, incluso entre esas flores, árboles y animales desconocidos y esas nubes cambiantes sobre las columnas de Ngong”.

Así me sentí yo al llegar a la suya, cuya puerta del jardín atravesé como si fuera a adentrarme en territorio sagrado. El porche era el mismo que recordaba haber visto en Memorias de África con sus columnas de piedra y sus ventanales de cuadrados blancos. Pronto supe que aquel fue uno de los pocos escenarios reales que se utilizaron para la película. Las estancias de la casa resultaron demasiado pequeñas para las cámaras. En aquella época, internet era para mí bastante desconocido, así que la imagen que tenía de Karen se plegaba a la de Meryl Streep, una actriz que también me fascinaba. Pero ella, Karen real, estaba viva en las fotografías expuestas. Me miraba con sus ojos oscuros como si escudriñara a aquella joven que albergaba en esa visita, satisfacer más expectativas que la curiosidad. Me había descubierto. Su rostro tenía la mirada de otra época. En sus retratos de edad más avanzaba, mostraba un rostro delgadísimo, un turbante y un cigarrillo entre sus dedos.  Yo escribía entonces con la pasión de los que están dispuestos a empeñar, sino su vida en ello, al menos su futuro profesional, anhelaba que mis historias tomaran forma de libro y se publicaran como le había ocurrido a ella.

Karen era una de mis heroínas por su trayectoria literaria y vital. Cuéntame un cuento, Karen, le rogué al recorrer las habitaciones imaginándola en ellas, cuéntamelo como si fuera uno de tus Kikuyu. Ellos la llamaban Mem-sahib. Mem-sahib háblanos como la lluvia, le pedían, porque la lluvia es un bien preciado. “Los blancos ya no son capaces de sentarse a escuchar la narración de un relato, o no logran estarse quietos o se duermen, pero los nativos siguen teniendo oído”, declaró una vez.  Un escalofrío me recorrió la nuca: escribe, escuché en mi interior, escribe, en un susurro, no te rindas. Asentí.

El atardecer prometía ser de fuego. Aún soy fiel a esta historia, ojalá les hable el silencio.