Opinión

El reencuentro

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Sigue aquí. Se altera, transforma, pero permanece. Es la inmensidad. Su cielo luce pintado al óleo, moteado por las nubes. El horizonte se ve a lo lejos como una fina línea recta trazada a regla. Recuerdo El show de Truman y me resisto a pensar que allí acaba la postal.

Tantos artistas han hablado de su esplendor que cuesta dar con las palabras. Mejor expresar lo que percibimos. Esa arena que lija nuestra piel mientras nos envuelve un calor que cae a plomo. Se podría palpar en esas suaves franjas pixeladas que comban el paisaje del fondo. Hace falta darse un baño. A la entrada, el rugido de la ola perdura, golpea los muslos y un escalofrío recorre la nuca. Todo huele y sabe a sal. Me lleno de escamas, aunque nunca seré una sirena.

A su lado, mucha gente lee, juega, ríe. Hay quien cierra los ojos y se deja mecer por la brisa o por el poder hipnótico de la cadencia del agua. Cuesta advertir el paso del tiempo. La playa se colorea de sombrillas, los cubos y palas moldean fortalezas en la orilla y en el ocaso todos los seres humanos resaltan de forma maravillosamente imperfecta.

Todo esto lo sabe describir Manuel Vicent mejor que nadie porque domina los cinco sentidos corporales con el lenguaje. Hace unos días, en una entrevista en la Ser, le escuché decir que la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto son “vías de conocimiento”. Para él, se puede alcanzar “el éxtasis” cuando todas ellas logran unificarse “en un solo punto, en un vértice”.

Siempre he admirado su escritura, inspirada por el Mediterráneo. Tiene columnas dignas de colgarlas en la nevera y creo que no hay mayor piropo. Es tal su destreza que es capaz de conseguir que el lector se tome un gintonic sin bebérselo. Basta con hilar los términos adecuados.

Todavía recuerdo una exposición en el Museo Sorolla en la que participó con sus reflexiones. Asumió el comisariado literario y hubo una sección del pintor valenciano que tituló ‘El subconsciente está lleno de algas’. Le sigo dando vueltas a la frase. Reconcome.

Para mí la plenitud de la que habla Vicent sólo se puede alcanzar en un mar de invierno. En uno frío y desierto en el que pueda desaparecer. El del verano me resulta bullicioso con ese infinito número de familias equilibristas que plantan su campamento. Me saturan los murmullos que se elevan por encima de las toallas generando un zumbido que impide pensar.

Echo en falta epopeyas que sumerjan este mar de mercadillo. Pero estamos en agosto, así que se impone el abandono y el disfrute del veraneante enganchado al chiringuito. Da igual el pelo estropajoso y el aspecto salvaje. Menos exigencias poéticas. Aunque todavía le encuentro cierta lírica a esos cuerpos que salen del océano perlados de gotas o a ese viento que infla las velas. Además, me gusta detenerme a observar cómo se filtran los rayos de sol en las profundidades. No hay nada más relajante que bucear para estudiar el baile de filigranas que conforman las sombras.

Este mar en el que calmamos nuestros sofocos es el mismo de los marineros, el de las pateras, el traicionero, el contaminado, el de los cargueros, el arañado por los cruceros, el de los piratas, el que te sacude, el que te acoge cuando quiere, el que te escupe muerto, el que te cicatriza las heridas, el que te renueva para llegar hasta Ítaca.

Me gustaría poder transportarlo, encerrar su esencia en un frasco para acercárselo a los demás. Sobre todo a aquellos que están lejos y lo necesitan para seguir adelante.

Cada vez que me despido del mar, lo hago con dos ideas. Una la tuve de pequeña, cuando me pregunté quién habría llorado tanto para rellenar ese tanque. La otra es recurrente. Cuando le digo adiós pienso seriamente que no volveré a verlo. Por eso, me emociona tanto el reencuentro.

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