Un verano en los lejanos ochenta fui de paseo con mis tíos, ya difuntos, y una amiga de la familia llamada Candi. Yo era muy, muy pequeña. Calculo que tendría unos cuatro años. “Las mejores estaciones del año son el verano y la navidad”, le dije. “A mi no me gusta la navidad”. “¿Por qué? Vienen los Reyes Magos”. “Porque mi marido se murió en Navidad”, me respondió. La miré y estaba triste. No recuerdo cómo se saldó la conversación, pero me acuerdo todavía del paseo de Candelario a Navacarros, de ella llorosa, y de que su marido se murió en Navidad. Es de las primeras veces que recuerdo haber visto a un adulto así, tan pequeño y frágil como lo podía ser yo en aquel momento. Candi, la señora cuyo marido murió en Navidad.
Cada año en estas fechas me acuerdo de ella y de la gente que, por primera vez, tendrá una silla vacía a la mesa. Todos nos llevamos mal con todos, y todas las familias aguantan mientras está la matriarca (y, a veces, el patriarca, pero ya saben ustedes que las mujeres vivimos más, y también que solemos aglutinar a la familia). El día que falta la abuela, la familia desaparece como tal. Ya no hay motivo para verse, ni para aguantarse.
El año pasado, en mi grupo de baile, se murió el padre de una chica. En Nochebuena pensaba en cuán difícil estaría esa cena siendo para su familia. Este año se ha muerto (en verano) la madre de uno de mis mejores amigos. En el cementerio, mientras los funcionarios sellaban la tumba, su padre me dijo “tú la conocías, sabes lo injusto que es”. Y yo pensaba en esta Navidad que viene ya. Hay una primera vez sin tus padres, y quizás sin tu mujer, o sin tu marido. Si eres muy desafortunado, habrá una primera vez sin tus hijos.
Se me ocurrió preguntar en Twitter, hace un par de años, si los viejos pensaban en sus madres. En qué hora. Un rosario de respuestas tan tristes como carentes matices. Una enfermera dijo que algunos ancianos, en el delirio, llamaban a sus madres. Otros decían que, a sus cincuenta, sesenta años, seguían llorando al acordarse de su difunta madre. Otros, que nunca te llegabas a acostumbrar.
Las personas, al morir, se convierten en enigmas que uno siempre querrá descifrar. Una pregunta al azar, como tantas otras que se te pueden pasar por la cabeza, me llevó a obsesionarme con el tiempo de vida que les queda a mis propios padres. Algo menos de veinte años si tenemos en cuenta la edad media de fallecimientos en la familia. Veinte años parecen muchos, pero no son nada en comparación con el peso de los años que han sido hasta ahora. Y después, el recuerdo.
Cuando murió la madre de mi amigo escribí a mi propia madre y, como los niños pequeños, le pedí que tardara mucho en morirse. Me respondió con no sé qué asunto doméstico y banal. Me quedé pensando en ese momento inevitable y hoy, a un día de Nochebuena, sigo pensando en lo innecesario de estresarse por unos langostinos, una merluza al horno, o comida cara que a lo mejor no merece la pena pagar. Las mejores Nochebuenas, las mejores Nocheviejas, han sido (al menos para mi) las más sencillas. Todo lo demás es una distracción para lo importante, que es celebrar que podemos estar juntos un año más. Y, para quienes tengan que pasar estas fiestas con quien no aguantan, yo les invito a ignorarles en la mesa, sin más. No discutan de política: hablen de lo que ven en la tele. No hablen de feminismo: no recojan el plato de su cuñado, el de los huevos gordos. Que lo lleven ellos a la cocina. Celebren la compañía, pero líbrense de lo accesorio. Mañana podría ser distinto, y el año que viene podría ser el primer año con la silla vacía.