Admitámoslo, estamos rodeados de postureo. La gente publicita en las redes lo feliz que es su vida, mientras llena su bolso de ansiolíticos que le ayudan a afrontar el estrés de su día a día. En realidad, la cosa tiene su lógica. A nadie le interesaría ver dramas constantes de sus conocidos y de los famosos que, para eso, como se suele decir, ya está la realidad pura y dura, ya están los telediarios. La locura a veces llega hasta tal punto que hay gente que se hace selfis cuando va a visitar un campo de concentración, o personas a las que les han llegado a pedir una foto en un hospital o en un tanatorio (otro día, por cierto, hablaremos del decálogo de las frases que nunca se pueden decir en un lugar así).
Uno de los sitios donde más postureo hay es en un gimnasio, y lo digo por experiencia. Estoy ya en esa edad en la que los médicos lo primero que te preguntan no es ya si fumas, sino si haces deporte, así que, entre mi corta lista de propósitos de año nuevo (cada vez soy más realista, de ahí lo de corta), estaba comenzar el 2025 haciendo algo de ejercicio. Después de visitar un par de gimnasios de mi barrio me decanté por uno de ellos, y lo primero que hice fue preguntar a la encargada si tenían alguna “sala de ridículo” para los que nunca habíamos cruzado la puerta de un lugar así. Tras la correspondiente negativa y risas varias, comenzó a enseñarme las instalaciones del local, llena de máquinas rarísimas, pero muy demandadas por gente extremadamente concienzuda, a juzgar por sus caras. De vez en cuando, se escuchaba, además, algún “¡¡¡¡aghhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!!”, proveniente de un esforzado cachas que requería nuestra atención para que pudiéramos ver la cantidad de pesas que levantaba. Desde las cintas de correr, se oía también algún resoplido que me hizo dudar de, si en lugar de por un gimnasio, no estaba haciendo un recorrido por el hipódromo de Madrid.
Observar tal nivel de esfuerzo no me arredró, y llegó el día en el que me puse mi camiseta y mi pantalón de chándal, todo de lo más normalito. Cuál no fue mi sorpresa cuando vi que algunas personas vestían con unos modelitos de lo más chic, acordes a sus físicos, eso sí (aunque no era mi caso). Otra de las cosas complicadas fue saber exactamente qué es lo que me ofertaban, porque todas las clases tienen nombres complicadísimos del tipo: “Barre”, “holistic reformer” “body bump S2” (aquí ya no sabes si quieres mantenerte en forma o construir una bomba atómica con Oppenheimer”). Como era consciente de mi bajo estado de forma, pregunté a una de las encargadas qué era una actividad que duraba quince minutos, y ella me dijo: “es una cosa para estirar los músculos. Lo suele hacer gente mayor”. Y supe que ese iba a ser mi comienzo. Mientras esperábamos al monitor, se me acercó una señora y me pareció escucharle: “Estás flojita”. A lo que yo respondí: “Pues, un poco, sí”. Y ella añadió: “No, no, que la clase es flojita…”. Me da que en ese caso lo éramos las dos: la clase, y yo.
A pesar de todo, pasan los días y mi ánimo no decae, sobre todo porque me encuentro muy bien. Y ya sé, por ejemplo, hacer en yoga “el lagarto” “el perrito” y “el escorpión” (aunque en un momento dado llegué a pensar que estaba en Faunia, y no en un gimnasio), así que seguiré yendo al gym, que es bueno para la salud, aunque no acabe de lograr el postureo adecuado. Y es que, como decía Billy Wilder: “Normalmente, cuando te encuentras con una persona que parece insignificante y que no llama la atención se dice: detrás de esa fachada, hay más de lo que parece. En mi caso, sucede lo contrario: detrás de mi apariencia, hay menos de lo que parece”.