No sé si a ustedes les ocurre lo mismo, pero yo estoy ya harta de los problemas que una y otra vez surgen en distintas ciudades de este país con los nombres de las calles. Llevamos así años y años: una corporación de izquierdas bautiza las nuevas vías honrando a gentes relevantes, o bien rebautiza las antiguas para cumplir con la Ley de Memoria Democrática y borrar los recuerdos sangrientos de la dictadura. Luego llega una corporación de derechas y revierte esas designaciones, porque no le gustan las personas o los conceptos homenajeados. Y vuelta a empezar.
El último embrollo se está desarrollando estos días en Castellón: Vox, que comparte el gobierno de la ciudad con el PP, se ha empeñado en borrar del callejero algunos nombres que le molestan. En concreto, los de la maestra republicana Empar Navarro y los escritores Joan Fuster e Isabel-Clara Simó, que realizaron su tarea tanto en castellano como en valenciano, contribuyendo a la dignificación de esa lengua. También el de la céntrica plaza País Valencià, denominación que, a pesar de estar recogida en el Estatuto de Autonomía de esa Comunidad, constituye, según el portavoz del partido de extrema derecha en ese ayuntamiento, “un atentado grave contra nuestra historia” (sic).
El penúltimo lío ha sucedido recientemente en Alpedrete, en Madrid, donde, como sin duda saben, el consistorio del PP y Vox les ha quitado a Paco Rabal y Asunción Balaguer su plaza y su centro cultural, mediante un inexplicable trámite de urgencia que ni siquiera los responsables autonómicos y nacionales del propio Partido Popular respaldan. Por rojos, supongo, porque lo cierto es que no hay otra explicación para aclarar un gesto tan ruin hacia dos personas que han sido referentes en el teatro y el cine y han hecho nacer fantásticas emociones en millones de seres humanos de muchas generaciones.
Normalmente ese es el orden en el que transcurre el ya cansino enredo de las calles: izquierda nombra, derecha des-nombra. Se trata de eso que ahora llamamos una guerra cultural: ataquemos a todos aquellos —o todo aquello— que no encajen en nuestros ideales o, por decirlo de una manera más justa, nuestros tristes prejuicios.
En ese contexto disparatado, si yo soy atea, pongamos por caso, deberé oponerme con todas mis fuerzas a que se le ponga el nombre de una plaza a tal monja o tal cura, por mucho bien a la humanidad que haya hecho. Si soy por el contrario una fiel devota, lucharé con uñas y dientes para que alguien que se opuso a la Iglesia sea homenajeado en mi pueblo, aunque a esa persona se le deba —es un decir— la mismísima cura del cáncer.
Menuda mezquindad. En la ya larguísima historia del mundo, hay gentes extraordinarias, mujeres y hombres que han realizado hazañas del tipo que sea y sin cuya existencia la vida de la mayoría sería mucho peor. El marco mental o ideológico de esos individuos no tiene por qué coincidir con los nuestros, y a menudo no lo hace, aunque solo sea por cuestiones de tiempo histórico. Incluso esas mismas personas brillantísimas en un campo pueden haber sido profundamente desagradables en otros: Picasso, por decir un nombre importante, fue un maltratador de mujeres, ahora lo sabemos. Podemos pensar lo que sea al respecto, pero eso no invalida su valor único como artista ni justifica que alguien exija que se quite su nombre a los muchos espacios públicos que lo llevan.
Honrar la memoria de quienes han sido relevantes, por los motivos que sean, honra a la población que lo lleva a cabo. Arrancar esos nombres de las esquinas es un gesto miserable y estúpido, que cubre en cambio de indignidad a las corporaciones que lo realizan. Deberíamos establecer un acuerdo colectivo como sociedad para evitar seguir metiéndonos en ese fango.
Pero, como dudo mucho que seamos capaces de terminar con este sainete de mal gusto, hago desde aquí una propuesta: quitemos definitivamente los nombres de personas de las calles y los edificios y pongamos solo nombres de objetos. Cosas simples, modestas, de esas que nos hacen la vida más cómoda, yo qué sé, calle Pantalla de Ordenador, se me ocurre mientras veo cómo crece este artículo en mi propia pantalla de ordenador. Aunque yo prefiero que mi vía se llame de La Aguja de Coser: ¿habrá algo más benéfico en el mundo que esa cosa tan diminuta sin la cual no nos protegeríamos del frío ni dormiríamos entre sábanas ni nos sentaríamos sobre cojines? Supongo que ni siquiera a una de esas mentes preclaras de la extrema derecha se le ocurriría tirar un nombre como ese a la basura, ¿no creen? Igual así dejamos de embarrar el callejero español.