Opinión

El maldito velo

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Las tragedias en Irán en torno al velo de las mujeres no dejan de sucederse. La última, según ha denunciado el Centro por los Derechos Humanos en Irán (con sede en Nueva York), ocurrió el pasado 22 de julio: Arezou Badri, una mujer de 31 años, conducía su coche sin el hiyab obligatorio. La policía le ordenó detenerse, pero ella siguió adelante, sin duda porque tenía miedo a las consecuencias de su desobediencia. Las fuerzas de seguridad dispararon contra ella. Arezou Badri ha sobrevivido a ese ataque, pero su médula espinal ha quedado gravemente dañada, impidiéndole caminar. A partir de ahora, será una mujer paralítica por no haberse puesto el maldito velo un día de este verano de 2024.

Es terrible todo lo que puede llegar a suceder en torno a ese pedazo de tela. Atroces las razones que se esconden tras la imposición de su uso y desoladoras las consecuencias de negarse a ello en muchos países. Algunas veces he oído debatir si el uso del hiyab es algo religioso o cultural. No sé si la discusión es muy pertinente: religión y cultura (hábitos, costumbres, normas sociales y morales) suelen ir unidas, y no siempre es fácil desenredar sus límites. Evidentemente, el velo sobre las cabezas de las mujeres es algo muy anterior al nacimiento del Islam. Los restos arqueológicos nos hablan de su existencia desde hace milenios en buena parte de las culturas desarrolladas a ambos lados del Mediterráneo.

La opción de educarlos a ellos

Es probable que la religión musulmana se haya limitado a mantener viva una tradición anterior, pero eso es de lo menos. Lo realmente importante es el porqué de ese empeño en taparnos la cabeza a las mujeres, además del resto del cuerpo. Quizá debamos entender que el cabello femenino es un elemento erótico, glosado una y otra vez en la literatura, desde el Cantar de los Cantares de Salomón hasta las Sonatas de Valle-Inclán. Igual que los senos, la cintura, las caderas o las piernas —por no decir todo el cuerpo—, la melena hermosa de una mujer despierta el deseo masculino, parece. Y, por supuesto, las culturas patriarcales y las religiones asociadas a ellas decidieron desde el principio que el problema no radicaba en el descontrol del ansia sexual por parte de los hombres, si no en la propia naturaleza femenina y su innata tendencia al exhibicionismo. La solución nunca fue educarlos a ellos para que se contuviesen, sino taparnos a nosotras para negarnos nuestra peligrosa realidad corporal.

Hay otro motivo en ese empeño por cubrir nuestras cabezas que es más difuso, pero muy significativo, según creo: la cabeza es el lugar donde se almacenan la razón, las ideas y los conocimientos y, por lo tanto, de ella parte la autoridad del individuo, su posibilidad de merecer el poder. Si ese poder es solo cosa del género masculino, es lógico que al femenino se le obligue a esconder esa parte del cuerpo que, en su caso, es inútil, salvo para lucir su cabellera tentadora.
A eso parecen aludir las frases de San Pablo en 1 Corintios 11: “Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, ultraja su cabeza. […] Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón.” Quienes tengan ya cierta edad, quizá recordarán que hace tan solo cincuenta o sesenta años, las españolas solían ponerse una mantilla para entrar en las iglesias, como San Pablo había ordenado veinte siglos atrás. Y todavía a día de hoy las monjas se cortan el pelo como prueba de su castidad y su renuncia al mundo.

La tiranía machista

Parece mentira lo mucho, muchísimo, que los hombres han pensado, escrito, decidido y mandado a lo largo de la historia sobre el cuerpo de las mujeres, incluidas su cabeza y sus melenas. Daría la risa si no fuese por todas las tragedias que se esconden tras esas ideas. Las mujeres de Irán lo saben muy bien: mucho antes de que el asunto saltase a la opinión pública mundial a raíz de la muerte de Mahsa Amini en septiembre de 2022, las activistas iraníes ya realizaban valientes demostraciones de libertad acudiendo a lugares públicos en los que se quitaban por unos instantes el hiyab y lo agitaban al aire. Siempre han sido conscientes de que el velo es un símbolo de la tiranía machista que las amordaza, las tortura y les destroza la vida, a menudo textualmente.

Cuando veo a una mujer con el hiyab paseándose por nuestro mundo, no puedo evitar sentir un escalofrío. No me siento con derecho a juzgarla —¿qué haría yo si fuese ella?—, pero tampoco quiero frivolizar el asunto y afirmar, como a veces se ha hecho desde algunos sectores del feminismo, que tienen derecho a llevarlo si quieren, porque no sé si las palabras “derecho” y “querer” se pueden aplicar a la vida de esas mujeres. Y porque pienso en todas las Arezou Badri y las Mahsa Amini del mundo, en la infinidad de personas detenidas en Irán en los últimos dos años por defender la libertad de quitarse el maldito velo, en los 500 muertos que dejaron sus protestas en las calles, en el número aún desconocido de ejecutados por pelear contra un levísimo trozo de tela. Es demasiado ridículo y demasiado triste.