La muerte de Mario Vargas Llosa, en su casa, con su familia, con sencillez y sin el espectáculo de las alharacas tan propio de los tiempos que vivimos, nos deja huérfanos de un gigante de la literatura de todas las épocas; pero también de una figura que dejó su impronta en la política y en la economía. Sus novelas me han acompañado desde mi más temprana juventud. He leído no todas, pero sí casi todas. Su pluma me sedujo muy por encima de la de todos sus contemporáneos, pues sus historias me enganchaban más que las de otros por muy adornadas de realismo mágico o de saberes enciclopédicos que estuvieran.
Como tantos otros jóvenes de mi generación, mi condición de progre, de izquierdas y antifranquista me acercó a aquel Mario Vargas Llosa de compromiso sartreano con la sociedad que le rodeaba. Conocía de sus inicios políticos en células comunistas de la Universidad limeña de San Marcos y de su encendido entusiasmo por la juvenil revolución castrista. Pero aquella revolución agostada devino en una dictadura liberticida que perseguía con saña a quien pensaba o vivía distinta al pensamiento único que proclamaba. Así, Vargas Llosa se fue alejando del marxismo, que estudió, y se acercó al liberalismo, que también estudió y analizó. Entre medias, se presentó como candidato de la derecha democrática a la presidencia del Perú en 1990, para perder, ni más ni menos, que ante Alberto Fujimori.
Sus lecturas económicas y filosóficas cristalizaron en la exposición de su doctrina liberal en un ensayo titulado La llamada de la tribu y publicado en 2018. Posiblemente, es un libro sólo para los muy cafeteros de la arquitectura intelectual del Nobel peruano. En sus casi 300 páginas compendia sus aprendizajes extraídos del conocimiento de algunos de los padres del liberalismo. Incluye a Adam Smith, Ortega y Gasset, von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron Isaiah Berlin y Jean-Francois Revel. No están todos los que son, pero sí son todos los que están.
Mario Vargas Llosa abrazó el liberalismo con la llegada al poder de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan, tras su desengaño con el castrismo, el socialismo real de la Unión Soviética y las posiciones pragmáticas de Jean Paul Sartre: “Por fin, aparecían al frente de las democracias occidentales unos líderes sin complejos de inferioridad frente al comunismo, que recordaban en todas sus intervenciones los logros en derechos humanos, en igualdad de oportunidades, en el respeto al individuo y a sus ideas, ante el despotismo y el fracaso económico de los países comunistas”, en sus propias palabras. No oculta su distancia respecto a las posiciones retrógradas de ambos en cuestiones como el matrimonio homosexual, la eutanasia o el aborto, “pero, hechas sumas y restas, estoy convencido de que ambos prestaron un gran servicio a la cultura de la libertad”.
En la exposición argumentada de sus ideas, Vargas Llosa insiste una y otra vez en que el liberalismo no es dogmático, pues en su seno hay “más discrepancias que coincidencias”, “es una doctrina que no tiene respuesta para todo”, coincidiendo en criterios y valores comunes, en ocasiones, con el conservadurismo y, en otras, con el socialismo democrático. El Nobel no duda en alejarse de los que denomina liberales sectarios, aquellos “economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales”. Los anima a una lectura del mismo Adam Smith, padre sin discusión del liberalismo, que bendecía la existencia de subsidios y controles, siempre que acarreasen más beneficios que males.
Vargas Llosa se detiene en su idea del Estado. “Los liberales no somos anarquistas y no queremos la supresión del Estado. Por el contrario, queremos un Estado fuerte y eficaz, lo que no significa un Estado grande, empeñado en hacer cosas que la sociedad civil puede hacer mejor que él en un régimen de libre competencia”. Su rol, en sus palabras, es garantizar la libertad, el orden público, la ley y la igualdad de oportunidades. “El Estado pequeño es generalmente más eficiente que el grande: ésta es una de las convicciones más firmes de la doctrina liberal”, afirma. Reserva para el Estado la defensa, la justicia y el orden público, siendo “lo ideal que en el resto de las actividades económicas y sociales se impulse la mayor participación ciudadana en un régimen de libre competencia”.
La igualdad de oportunidades, una de las obsesiones del Nobel, no significa igualdad de ingresos, rechazada por cualquier liberal, pues “esto equivale a la desaparición del individuo, a su inmersión en la tribu”. El novelista considera injusto esta supuesta igualación salarial, dado que “las sociedades que lo han intentado han aplastado la iniciativa individual, desapareciendo en la práctica los individuos en una masa anodina”.
Su creencia en la igualdad de oportunidades cristaliza en su inclinación por un sistema educativo que asegure un “punto de partida común” para favorecer el acceso de todos los jóvenes a una enseñanza de alto nivel.
El liberalismo de Mario Vargas Llosa
“La doctrina liberal ha representado desde sus orígenes las formas más avanzadas de la cultura democrática y es la que ha hecho progresar más en las sociedades libres los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos de las minorías sexuales, religiosas y políticas, la defensa del medio ambiente y la participación del ciudadano común y corriente en la vida pública”. Esta frase es el frontispicio del liberalismo de Mario Vargas Llosa. La izquierda, que lo adoraba, lo rechazó; mientras la derecha, que lo despreciaba, lo sacralizó. Al fin, su pensamiento liberal revela a un demócrata radical, un enemigo de la dictadura, un amante de la libertad, un defensor de la igualdad de oportunidades y un creyente en la individualidad.
No está de más recordar sus ideas cuando una serpiente iliberal recorre el planeta desatando guerras comerciales, poniendo en solfa derechos conquistados, debilitando la separación de poderes, fracturando principios constitucionales, abusando de las prebendas del poder, colonizando las instituciones o fragilizando el Estado de derecho.