Abracadabra, Carles Puigdemont vuelve a estar en Waterloo. Solo que esta vez la imagen que deja, incluso internamente en Cataluña, no es la magnánima estampa del líder de un pueblo víctima de una justicia supuestamente politizada, sino la de todo un presidente convertido en un prestidigitador, apareciendo y desapareciendo como por arte de magia para desprestigio de los Mossos d’Esquadra, un cuerpo que, en teoría, debería contar con el máximo respeto y cooperación de quien ha ejercido la más alta representación institucional de Cataluña. Los mossos abochornados y la ciudadanía catalana avergonzada. Un aplauso al president, siusplau.
El reciente informe del Ministerio del Interior, solicitado por el juez Pablo Llarena, distribuye la responsabilidad de la fuga. Empieza recordando que la competencia para la detención era de los Mossos, y que se ofreció apoyo operativo de la policía española y la Guardia Civil, “sin que fueran requeridos más allá de los efectivos habituales que se prestan a través de la mesa de coordinación operativa y de intercambio de información e inteligencia”. Pero también detalla que la Policía Nacional y la Guardia Civil activaron dispositivos de control en la frontera con Francia, así como en puertos y aeropuertos, para detectar a Carles Puigdemont, pero que “en momento alguno” lograron detectarlo. Para intentar encontrarlo, se desplegaron “recursos extraordinarios”, incluyendo una vigilancia intensificada en aeropuertos y carreteras secundarias. Pero nada por aquí, nada por allá.
El ruido de la detención
Confieso que prefiero que ningún cuerpo policial sepa todavía cómo lo hizo para entrar y salir el expresident, porque no quiero ni imaginar el ruido que estaríamos soportando en otro escenario. ¿Se imaginan qué habría pasado si la Guardia Civil sí hubiera podido detener a Puigdemont en la frontera, mientras a los Mossos se les escurría entre los dedos? Vaya por delante mi respeto hacia los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. No hablo de ellos, sino de otra cosa.
Hablo de cuál habría sido la narrativa dominante. Que los Mossos, a pesar de su cercanía y conocimiento del terreno, no solo habrían fallado en detener a Puigdemont, sino que habrían dejado que la Guardia Civil, un cuerpo históricamente percibido como ajeno a las sensibilidades catalanas, tomara la delantera. Imagínense cómo habría alimentado esto aún más las tensiones a que nos tienen acostumbrados nuestros representantes parlamentarios, reforzando la idea de que los Mossos estarían, en última instancia, subordinados a las decisiones políticas catalanas y actuarían ajenos al imperio de la ley.
Maestro de la evasión
Sólo un expresident lleno de contradicciones dejaría una estela así. En su momento, en plena campaña electoral, Puigdemont afirmó que si no era presidente de la Generalitat, abandonaría la política activa. Sin embargo, en un giro que no sorprende a muchos, el secretario general de Junts per Catalunya, Jordi Turull, ha salido a desmentir esas palabras, afirmando que Puigdemont donde dijo “digo” decía Diego. También prometió Puigdemont asistir al debate de investidura y, en lugar de cumplir, se sacó de la chistera un mitin de seis minutos a un 800 metros de distancia del Parlament.
En algo es coherente Puigdemont. No se ve como jefe de la oposición. Y eso encaja en esa línea de desprecio que ha demostrado por las instituciones catalanas -como los Mossos d’esquadra-, en su favor. El equilibrio democrático que aporta la fiscalización y el contrapeso, fundamentales para el buen funcionamiento de cualquier democracia, no le interesan. Quizás le resulta más atractivo el poder que la responsabilidad de contribuir constructivamente al debate político desde la oposición.
Carles Puigdemont ha demostrado ser un maestro en el arte de la evasión, logrando escabullirse de la justicia española, utilizando su habilidad para desaparecer en los momentos más críticos. A sus adversarios hay que admitir que los deja desconcertados. A la ciudadanía le queda preguntarse hasta qué punto el liderazgo de Puigdemont es un acto de ilusión más que de realidad política.