El domingo pasado, la Feria del Libro de Madrid era un hervidero de deportistas que cruzaban el Retiro haciendo footing entre los amantes de los libros, los que sacan al perro, los que van a que el niño juegue, los que van a ver a sus autores favoritos o a curiosear quién firma y los que aprovechan el fin de semana para dar un paseo y mojarse o cocerse en la naturaleza del parque madrileño. No somos como Maggie Smith en la serie Downton Abey que preguntaba con asombro qué era un fin de semana. Lo sabemos bien.
En uno de los pabellones, el destino y la editorial Páginas de Espuma ha convocado a tres escritoras argentinas. Clara Obligado, a quien admiro y quiero, dice que son hijas de los tiempos que siguieron a ese “boom latinoamericano”, tan masculino, porque hasta hace poco los teóricos dejaban fuera a Elena Garro, que imaginó el realismo mágico. La sombra del boom es alargada. El desierto de Rulfo, la selva o el Caribe de García Márquez. Siempre había en sus textos: un mono, un papagayo, un cocotero y una palmera, añade Clara. Y luego está el Perú de Vargas Llosa que se jodió en aquel bar limeño, La catedral. A Mariana Enríquez los monos le dan asco. La playa donde Magalí Etchebarne iba con su madre está a seis horas de auto y es de espantosa arena negra y gris. Además de que se te hielan los huesos. Latinoamérica son muchos mundos y el lenguaje lo produce el espacio donde se vive.
Ellas tienen la misma música en el habla, distinta a la nuestra, cada país tiene la suya, afirman, además de sus palabras. En Argentina, la heladera es un frigorífico, Andrés Calamararo, en su canción Flaca, guardaba los abriles olvidados en el fondo de un placar, es decir, en un armario empotrado, y la bombacha no es un pantalón de Las mil y una noches, en femenino, sino una braga. Recuerdo que Clara, en su relato Lenguas vivas, no puede creer que alguien tenga en nuestro país una amiga que se llame Conchita Boluda, o que un grifo sea una canilla y no un monstruo mitológico, o que pararse no sea ponerse de pie, sino detenerse. El humor nos salva tantas veces y de tantas cosas. Mariana Enríquez dice que el humor es una forma de pedir perdón en sus textos; ella que los escribe bien terroríficos.
A veces nos reímos de lo que, a simple vista, nos parece prosaico. Me acuerdo de un viaje a China, allá por el final del siglo XX, en un karaoke de Pekín, ocho españoles cantando Eres tú de Mocedades a lo que daba el pulmón. Les dimos la serenata a los vecinos, algunos hasta bajaron en pijama a vernos. Se sentaron con nosotros, se tomaron una cerveza. Ellos ni una palabra de español, ni de inglés; nosotros, en chino, solo gracias. Pero nos comunicamos con risas y canciones: aquella de Madonna, eso es, Like a virgin, tarareo general, o esa de Bruce Springsteen, Born in the USA. A la tarde siguiente, nos fuimos a un restaurante donde solo había carta en chino. No teníamos aún Google traslator para hacerle la foto y traducirla, pero habíamos cantado En la vieja factoría, ia, ia, o, en el parvulario. Así que gruñimos como el cerdo, para pedirlo agridulce, piamos como pollos para pedirlo con almendras y reptamos cual serpientes, para comernos una que nos vino con piel, como un monedero de Gucci, pero al horno, y sabía al pollo del Kentucky.
Lo mejor que tenemos para sobrevivir es el humor, adaptarse bien al medio darwiniano no resulta suficiente. Si ni siquiera esbozamos una sonrisa, nos morimos. Rabelais decía muy sabiamente: “para todos los males te doy la risa”. Incluso, como nos recuerda Milan Kundera en El arte de la novela, Rabelais inventó la palabra alegasta para denominar a los que carecen de sentido del humor, los que no ríen, y los temía. Yo también. El humor salva vidas. Nos une a los otros y nos redime, dándonos otra perspectiva de la realidad.