Llegué a Madrid, hace ya casi diecisiete años, con la misma fascinación y voracidad de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo. Si aquellos argonautas de la temprana Edad Moderna alucinaron con los guacamayos de colores imposibles y con los reptiles asesinos de dos metros que los taínos llamaban kaimán, yo fui un mancebo provinciano que sufrió sus primeros barquinazos mentales en la metrópoli al contemplar cómo dos mujeres se comían la boca en una discoteca –una postal que, hasta entonces, nunca había visto en mi ecosistema originario–, y al descubrir, en la Puerta del Sol y en sus alrededores, el surtido batallón de guitones lisiados y mutilados, como salidos de La parada de los monstruos, la fantástica e inquietante película de Tod Browning, que suplicaban una limosna alegando que no tenían dedos para trabajar o agitando con la boca, a falta de los dos brazos, un vaso de calimocho repleto de monedas.
A lo largo de estos seis mil y pico días –las noches ni las cuento–, me saqué la carrera, conseguí un laburo, espanté a la precariedad, llegué a publicar tres o cuatro libros y, pringando como Ben Hur en la galera, cumplí el objetivo onírico y urgente de forjar una firma particular y reconocible –cosa distinta es que guste más o menos–. El periodismo me embriagó tanto con Lagavulin 16 como con el garrafón más deletéreo. He paladeado la gloria y me ha salpicado la mugre. Conocí a muchos de mis ídolos y, con el tiempo, algunos se convirtieron en buenos amigos, y también me codeé con no pocos cenizos, renegados y vampiros del alma. Rellené siglos ha la hoja de compromisos y, a veces ilusionado, a veces corroído por la pereza, asistí a una pila de eventos con photocall, canapés y derivados. Fui, vi y, si bien, no siempre vencí, del balance final no me quejo.
Ahora, que acabo de cumplir los treinta y cinco, he descubierto, tres décadas antes que el ínclito Gambardella de Sorrentino, que “no puedo perder el tiempo en cosas que no me apetece hacer”. Tengo la sensación de que las agujas del reloj giran terriblemente más deprisa y, por ello, he decidido despejar el desván de fruslerías. Actúo, en el fondo, bajo una elemental lógica de mercado: aumenta la demanda, se reduce la oferta y, en consecuencia, el precio del tiempo sube. Señalaba el Eclesiastés que “todas las cosas bajo el sol tienen un tiempo y un momento”, y yo estoy en el tiempo de desbrozar la agenda, de mandar al WhatsApp y a las redes al rincón de pensar, y de decir “no” a lo que no me apetece, a lo que no me complace, a lo que no me renta… mientras renta a otro –salvo que ese otro, claro está, sea uno de mis más queridos compadres–. He aprendido a discernir mejor, sé lo que merece la pena, y me he propuesto, consciente de mis circunstancias y de mis limitaciones, vivir intensamente, aprovechar y exprimir cada instante de libertad, de calidad, de felicidad que se me presente, y sin perder de vista que, como dijo John Lennon, “la vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes”.