Según la definición que proporciona la RAE, el verano es la estación del año que, astronómicamente, comienza en el solsticio del mismo nombre y termina en el equinoccio de otoño. Este año el verano comenzó el 20 de junio y terminará el 22 de septiembre, pero para mí y para muchas otras personas, el verano no termina en el equinoccio de otoño, sino cuando regresamos de las vacaciones. Para mí el verano no es el periodo de tiempo que marca el calendario.
Cuando eres niño, el verano son todas aquellas tardes de playa o de piscina, o de bañarte en el río cerca del pueblo donde ya se bañaron tus abuelos cuando también eran niños. Tardes de juegos eternos con tus amigos que en muchas ocasiones sólo ves en verano. Campamentos, aquel chico o aquella chica a la que se van tus ojos siempre que aparece.
Cuando nos hacemos adultos el verano es el espacio en que nos olvidamos de los horarios. No hay prisa por levantarse ni por desayunar. Podemos comer a la misma hora en que salimos de trabajar una tarde de noviembre. Disfrutamos de cenas al aire libre con amigos o con nuestra familia sin saber qué hora es cuando nos levantamos de la mesa ni cuánto tiempo llevamos sentados en ella. Partidas de cartas eternas, escapadas y viajes inesperados, siestas sin fin donde dormitamos intentando recuperar todas las siestas que no podemos cumplir el resto del año. Planes que nunca imaginamos que haríamos los ponemos en marcha en verano. A veces el verano nos convierte de nuevo en el niño que fuimos, en el joven que fuimos. Nos hace sentir de aquella manera que habíamos olvidado.
Algo tiene el verano que nos renueva, nos llena de fuerza, de energía. El verano es un estado de ánimo. El verano es la libertad que no tenemos el resto del año.
Escribió Albert Camus −el escritor francés nacido en Argelia− en Retorno a Tipasa, que hay que guardar dentro de uno mismo una frescura, una fuente de alegría. Quizá el verano es esa fuente que nos trae de nuevo esa frescura, que nos recuerda quienes somos y nos reconcilia con quienes fuimos.
Retorno a Tipasa, recogido en el libro El verano, es un recorrido del autor al lugar donde vivió su infancia y su juventud en Argelia. Camus recorre en diciembre aquellas calles, todos los lugares que ya había recorrido años atrás, intentando, en palabras del escritor, encontrar la fuerza que le ayudara a aceptar lo que había, una vez que había reconocido que no podía cambiarlo. Y paseando por esas calles Camus reconoce que «en mitad del invierno aprendía por fin que había en mí un verano invencible. Dejé otra vez Tipasa, volví a Europa y sus luchas. Pero el recuerdo de ese día aún me sostiene y me ayuda a escoger con el mismo ánimo lo que transporta y lo que abruma”.
Cantaban los Danza Invisible allá por los años ochenta que el fin del verano siempre es triste, aun cuando sabemos que todo es un ciclo y llegará el día en que, sudando, desearemos otra vez el frío enero. Puede que haya días de calor extremo en que deseemos el frío del invierno, pero creo que el verano es el lugar que nos sostiene los días de invierno donde se imponen la rutina y el trabajo y no podemos elegir qué hacer.
El uno de enero marca el inicio de cada nuevo año, pero para muchas personas todos los nuevos planes, retos y objetivos se ponen en marcha al final de cada verano, cuando se recupera la energía, la frescura y la renovación que proporciona el verano.
Así que sí, confirmo que para mí y para muchos otros el fin del verano llega cuando terminan las vacaciones, pero al mismo tiempo el verano es ese estado de ánimo que permanece en nuestro interior. Y es por eso que cuando llega el invierno podemos sentir dentro de nosotros, al igual que Camus, un verano invencible.