Opinión

El fin del teletrabajo

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Como todas las personas que ya hemos vivido décadas y décadas en la supuesta evolución de la humanidad como especie organizada, a veces, tengo la tentación de echar la vista atrás y repasar lo muchos cambios conceptuales, de hábitos y de prácticas que me han tocado vivir. Me sorprendo a mí mismo, por mi asombrosa capacidad de mutación para aparentar seguir siendo un tipo moderno que, sin llegar a camaleónico, doy el pego y aparento estar en la vanguardia de los últimos usos y costumbres.

Mi naturaleza, por el contrario, disfruta de la belleza de la rutina y de la repetición cuasi mecánica de mis actos. No llego ni mucho menos a anhelar los excesos de un día de la marmota, pero tampoco disfruto de un cambio detrás de otro. Diría que no me encuentro en esta sociedad líquida de Bauman.

El filósofo materialista Heráclito enseñó que todo es y todo no es, pues todo fluye, nada permanece, todo se halla expuesto a un proceso de transformación, de constante nacimiento y caducidad, “nunca nos bañamos en el mismo río dos veces”. Pocas cosas han cambiado tanto, es un decir, como la relación con el trabajo. La brecha entre los jóvenes que, como debe ser, toman el relevo y los veteranos se ha ido ensanchando inexorablemente.

El teletrabajo, posiblemente, ha cuajado en el paradigma de esta tremenda ola de cambios. Unas modificaciones que afectan, en primer lugar, al lugar que ocupa en la vida de las personas. No hace tantos años, era todo o, casi todo. No representaba sólo la fuente de ingresos para pagar las facturas, era el escaparate del prestigio social, era el destino de los estudios, era un objetivo vital, era una excusa para fardar, era una camiseta que exhibir. Nunca se trabajaban las horas suficientes, siempre quedaba una cena por acudir o un fin de semana en la oficina. Los hombres vestían de traje y corbata y las mujeres de tacón alto.

Pero llegó el teletrabajo, impulsado por una generación que ha incorporado de verdad la tecnología y la adoración a una cultura juvenil que no quiere abandonar. El trabajo ha pasado a ser un componente más de la ecuación de la vida, no hay horarios, ni ropa formal, no hay obligaciones exageradas, cualquier razón es buena para pedir un permiso. Se ha impuesto la desconexión y la caída del bolígrafo.

El otro día, no pude ocultar mi perplejidad, un joven y brillante consultor me decía orgulloso que eliminaba de su móvil el correo electrónico corporativo los fines de semana para que no interrumpieran su descanso familiar. Me quedé ojiplático, pues pertenezco a una generación que dedicábamos un 24/7 a nuestra profesión.

Todo empezó a cambiar a finales del siglo pasado, cuando se produjo la revolución de internet. Entonces trabajaba en Estados Unidos. De golpe y porrazo, se colgó la corbata en el fondo del armario y se implantaron los polos y los kakis, se instaló el casual Friday y los dress code.

Pero volvamos con el teletrabajo. Esta corriente ya estaba en el ambiente profesional, pero la pandemia de Covid lo elevó a categoría. En Estados Unidos descubrieron el hermoso acrónimo de WFH (working from home). Y las empresas y la sociedad se vieron arrastradas por la fuerza del fenómeno y la dictadura de la profilaxis. Pero la pandemia ya pasó y nos enfrentamos a la dicotomía teletrabajo o presencialidad. O a un modelo híbrido.

El teletrabajo permite una mayor flexibilidad horaria, la eliminación de los desplazamientos y una vida personal más plena. Claro que no todos pueden disfrutar de ese mundo feliz. Que se lo pregunten a los camareros, a las empleadas de hogar, a los conductores de autobuses, a las peluqueras, a los fontaneros, a los policías y a tantos y a tantos otros que cada día tienen que acudir al tajo sin tardanza. El teletrabajo funciona casi exclusivamente para quienes trabajan en una oficina con los ojos volcados sobre un ordenador.

Las empresas consideran que impide una buena gestión, una organización del trabajo, que dificulta la comunicación, que entorpece la cultura de compañía y que lastra el aprendizaje de los jóvenes. Pero también impacta en la economía. No hay cafés, ni menús del día, ni taxi, ni aviones, ni hoteles.

Al acabar la pandemia, la captación de talento joven por parte de las empresas incorporó el teletrabajo en su menú, a veces por encima del salario. Muchas lo aceptaron a regañadientes. El 75% de los profesionales no está interesado en ofertas que no incluyan el teletrabajo.

La Encuesta de Población Activa (EPA) indicaba que en 2019 sólo un 4,8% disfrutaba del teletrabajo, pero esa cifra se elevó hasta el 37% en 2020. Los últimos datos dejan en un 7,6% quienes lo practican habitualmente, por encima de 1,5 millones de personas, frente a los 18,5 millones que no lo hicieron ni un solo día. Este descenso también lo explica el hecho de la disminución del número de días a la semana en que se trabaja desde casa. Madrid lidera el teletrabajo con un 26,7 por ciento, seguido de Cataluña, con un 21,5%. España, según datos de Eurostat, está por debajo del 8,9 de la media europea, donde destacan países como Finlandia e Irlanda, ambos alrededor del 21,5%.

Muchas grandes empresas han dado un paso adelante y han puesto el freno. Amazon ha regresado a la presencialidad, al igual que Tesla y Meta. Los grandes bancos, como JP Morgan, Bank of America o Goldman Sachs, también exigen a sus empleados la vuelta a la oficina. Walmart, ATT, UPS o Boeing han seguido el mismo camino.

El debate está ahí. Puede que el teletrabajo haya venido para quedarse, pero lo que no parece es que vaya a dominar el panorama laboral. Yo, como veterano, que soy conservo en mi memoria sentimental los buenos y muchos ratos que he pasado en la oficina. Currando y haciendo amigos.

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