Ayer, 8 de marzo, se conmemoró el Día de la Mujer. De los derechos de la mujer, se entiende. Y a mí me parece perfecto, igual que si se celebrase el Día de la Democracia, el Día de la Educación o el Día de la Jubilación. Todos ellos son avances que las sociedades occidentales han interiorizado de manera prácticamente generalizada.
Sin embargo, no se me ocurriría ni loca asistir en España a algo como una manifestación convocada por el, digamos, feminismo oficial. ¿Por qué? Porque este feminismo, que podemos llamar hegemónico, no es sino un artefacto que se ha montado la izquierda para ir contra sus adversarios políticos.
Cruda y simplemente. Si yo enloqueciera y fuera a alguna de esas concentraciones de iluminadas/os/es y me reconociesen (como les pasa a los del PP cuando se empeñan y también ocurría con Ciudadanos) podría pasar un mal rato. Y ya no digo tras escribir un libro que se llama “Contra el feminismo”, por sensato que sea y documentado que esté. Para este feminismo hay mujeres y mujeres. Y se reserva el derecho de admisión.
Ya se nos echaron encima cuando, un 8 de marzo del 2018, un grupo de mujeres publicamos en El País un manifiesto (que solo he encontrado aquí) titulado No nacemos víctimas. Me pidieron encabezarlo porque era eurodiputada y lo suficientemente osada. Su impulsora original, la periodista Berta Fernández de la Vega, pretendía proclamar que la gran mayoría de las mujeres en España éramos, en términos generales, libres.
Libres para elegir una carrera profesional, el trabajo que nos interesara o nuestro estilo de vida. En el documento expresábamos nuestra inquietud ante una corriente de opinión supuestamente feminista, que pretendía hablar en nombre de todas las mujeres, imponiéndonos su forma de pensar y retratándonos como víctimas natas de lo que ellas/os/es llaman el “heteropatriarcado”.
“Nosotras no nos reconocemos, decíamos, víctimas de nuestros hermanos, parejas, padres, hijos, amigos y compañeros, nuestros iguales masculinos. Nos rebelamos contra esa política de identidad que nos aprisiona en un bloque monolítico de pensamiento que niega la individualidad”.
¡Ay! Al día siguiente de la publicación del manifiesto, el 7 de marzo, el mismo diario El País publicó en su sección de moda un artículo de una tal Noelia Rodríguez titulado El síndrome de la abeja reina contra la huelga feminista, arremetiendo contra nuestro manifiesto, al que llamó “contramanifiesto“.
La autora, que consideró nuestro texto “de carácter individualista”, nos acusó de ignorar la brecha salarial, obviar las estadísticas y negar la realidad de la violencia machista. Todas las acusaciones que libros como el mío y de gente mucho mejor han demostrado sesgadas y faltas de credibilidad. El objetivo de las críticas, como siempre, era estigmatizar a cualquier mujer que osara siquiera discutir alguno de sus supuestos. Nada más.
El feminismo, por desgracia, se ha ido despojando de su razón de ser (la defensa de la igualdad en derechos y libertades entre hombres y mujeres) para convertirse en una maquinaria de poder político de la izquierda que procura, al final, buenos puestos de trabajo no competitivos y otros beneficios. Es un negocio que mueve millones, pero que, para mantenerse en él o para entrar otros en el juego, se ha embarcado en apuestas cada vez más extremas. Tanto que perdió incluso el concepto de mujer por el camino. Y se les han metido hasta hombres biológicos en la empresa. No podía saberse.
Gran parte de la incomprensión sobre el tema de la desigualdad hombre-mujer proviene de contemplar las sociedades actuales como una foto fija cuando lo que percibimos es siempre la crema de encima del café: lo importante está debajo. Debajo bullen millones de bifurcaciones que se hunden en milenios de condicionamientos ecológicos, históricos y culturales, de desarrollo distinto en diversos tiempos y lugares. Una evolución que no ha sido idéntica en todas partes del planeta y no lo es ahora.
El feminismo podría ser necesario en lugares puntuales de nuestra parte del mundo y, por desgracia, en varios países del planeta. El desafío de hoy en día es que puede coexistir en el mismo barrio europeo la mujer liberada y sin ataduras con la niña (o el niño) a la que su familia tribal casó por la fuerza con un primo segundo. Si hay un feminismo que pueda hacerle frente, tendrá que ser racional, científico y no sectario. Y ese no es el “morado”.