No quise tirarlo. No podía. Me fascinaba desde niña. Es como los espejos de los cuentos, de esos que te transportan a otra dimensión. Tiene un marco barroco y una especie de escudo en el extremo inferior que le otorga cierto aire de nobleza. Un buen día dispuse una alfombra de papel de periódico y lo pinté de plateado. No pegaba en casa, con muebles de apaño. Al colgarlo, pensé que se iba a caer y hacer añicos, pero ahí sigue. Sirvió para convertir un hogar en un palacio. Siempre ha desplegado una extraña paz.
La luna tiene dos manchas. Una es gruesa y oscura. Deforma un poco la imagen por esa zona. No la cambié. Al fin y al cabo, el conjunto no está expuesto para contemplarse. Luce a modo de recordatorio. Preferí mantenerlo así para que se viera lo viejo que es. La prueba es que aparece en algunas fotos de mis abuelos. Destaca en un rincón, ornamentando a mi madre. Ella se muestra joven y risueña. Por duplicado, junto a su reflejo inmutable.
La captura del instante es en blanco y negro. No se aprecia que la pared es rosa. Lo descubrí con los años, tras retirar un gotelé y capas de papel pintado. Hay huellas que permanecen y sirven para recuperar la memoria. Al revisar un álbum, me topé con esa instantánea y fui plenamente consciente de que tenía un pasado que se había encargado de construir mi futuro.
Aleksy sabe de lo que hablo. Es el protagonista de la obra El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, de la moldava Tatiana Tîbuleac. He llegado tarde a este libro, tal vez expresamente. Sabía que hablaba de la pérdida y me resistía. Una vez leído debo reconocer que conmueve. Es una novela que apela al amor y al perdón. Su autora comentó en una entrevista que la había escrito “como si estuviera abducida” y ese es también el efecto que provoca porque te sumerges en sus páginas deseando que se acabe y, al mismo tiempo, prosiga la historia.
En ella, hay un momento en el que se narra la visita a un mercadillo de antigüedades. “Era como si Dios hubiera tropezado y se le hubiera vaciado la bolsa”. Así define el personaje principal lo que se encuentra: “Gente amontonada entre objetos, objetos amontonados entre la gente, vestigios de vidas pasadas entrelazados en filas multicolores”.
De allí se van él y su madre con las bolsas llenas. “Resulta curioso que pueda construirse una vida nueva a partir de los desechos de otras personas”, dice. Cada uno encontró su hueco y, de adulto, seguía conservándolos todos. También un escabel de piel donde su progenitora estiraba las piernas. Era la joya de las compras dominicales: “No me separo nunca de él y lo llevo a todas partes, como una enfermedad, todavía hoy”.
A mí también me debe acompañar el espejo generación tras generación. No es un simple detalle decorativo. Es el lugar al que acudir para contemplar mis arrugas. Además, confío en que cuando asome un rostro por completo diferente, sea el mío y el de mi madre fundidos en uno solo.
Hay elementos que elegimos para que nos acompañen a la lo largo del camino. La mayoría sólo tienen un valor sentimental. De hecho, años después de restaurar mí espejo, me lo encontré en un bar y en una casa rural. Tuvo que ser número uno en ventas. Estaría de moda. Ahora, sólo es especial para mí.
Mucha gente guarda piezas como tesoros: una taza de flores con la loza descascarillada, un reloj de agujas suspendidas en el tiempo, una caja de terciopelo granate que contenía los hilos de coser, la entrada de la primera película a una sala de cine, la silla de una casa de muñecas…
Heredados o no sirven para explicar nuestra personalidad. También para imaginar a los nuestros. Muchas veces me he preguntado cómo serían mis padres fuera de su faceta como cuidadores. No sé si me habrían parecido divertidos, si serían amigos… Puede que no les llegara a reconocer. Uno nunca ve a los suyos como lo hacen los demás. Les hemos tenido de una forma y después irremediablemente se invierten los roles. Por eso, me quedo con mi espejo donde reside la ternura de otra época y la magia que me los devuelve.