Luisgé Martín ha publicado – como a estas alturas saben todos ustedes – un libro sobre José Bretón, surgido a raíz de la correspondencia entre el autor y el parricida. El libro se titula El odio, y Anagrama ha tenido que parar su distribución a raíz de un burofax enviado por Ruth Ortiz. El mundo literario y periodístico se ha volcado con el autor, a excepción de algunas voces. No conozco a Luisgé Martín, y no tengo ninguna opinión sobre él ni como persona, ni como escritor. No escribo, pues, guiada por la animadversión o la simpatía.
Como escritora y periodista, sé qué puede llevar a alguien a escribir un libro sobre José Bretón. Los motivos están muy lejos del derecho a la información o a la creación. Los motivos están relacionados con esos rasgos narcisistas que tenemos todos los creadores, sin excepción.
Hace no mucho he visto un caso similar que no ha sido mediático; el autor de la obra hablaba de la víctima, pero ante todo de si mismo. Ha sido el autor de la obra el que ha hablado de lo que ha pensado, sufrido, y sentido. La víctima, ya convertida en polvo, pelo y huesos, no hablará. La familia de la víctima ha quedado en silencio sin que nadie pueda o quiera escuchar sus palabras. ¿De qué ha servido esa obra, de cara al derecho a la información y a la creación? De nada. No ha servido de nada. Ha sido un eslabón más en la cadena de transmisión del mercado. Su única utilidad es mantener la rueda girando.
Yo no voy a leer El odio, y no por convicción moral, sino porque me da igual lo que José Bretón tenga que decir. El periodista Daniel Arjona ha escrito una amplia reseña sobre El odio (que él sí ha leído), y si quieren saber más, les invito a buscarla.
Todos queremos ser psiquiatras en la mente del asesino, y cuando decimos “derecho a la información” queremos decir “derecho al cotilleo”, porque esto es cotilleo, no información. Queremos saber los detalles más grotescos y deshumanizadores de un crimen que va contra la propia preservación de la especie (la protección de las crías). No se llamen a engaño con esta obra, ni con ninguna otra del género tan viscosamente llamado true crime; casi nunca hay deseos de reparación, justicia, o luz.
Hay un deseo de ser admirado y leído (esto último es lo que deseamos los escritores, muy por encima de vender), de ser el tipo que consiguió que el criminal desembuchara. Queremos ser un poco Truman Capote, y otro poco Emmanuel Carrère . Lo consigue Luisgé Martín con esta obra es hacer muchas, muchísimas entrevistas hablando de Bretón. Cuando pasen las entrevistas, podrá incluso aparecer en alguna tertulia sobre esos asesinatos que están por venir. Y dentro de veinte años, declaraciones en el documental “El parricida de Las Quemadillas”, si no hacen antes una serie de Netflix. El true crime (qué nombre tan feo para referirse a las ficciones sobre sucesos) convierte lo inmundo en entretenimiento.
Pónganse, por un momento, en la piel de Ruth Ortiz. Ruth va a ir a un centro comercial, y se va a cruzar con palés enteros con el libro sobre el padre y asesino de sus hijos. Ruth pone la radio, y hablan sobre el libro del asesino de sus hijos. Ruth pone la tele, y lo mismo. Ruth va en el autobús, y escucha a la gente hablar de lo que dice el asesino de sus hijos, y les escucha comentar los escabrosos detalles de la incineración. Esta señora, digo yo, tendrá derecho a vivir en paz, porque de entrada nadie le ha preguntado a Ruth qué le parece todo esto.
La clave, para mí, es que Luisgé Martín nunca le preguntó a Ruth Ortiz si le importaba que él pusiera por escrito las palabras de un criminal que tiene tres víctimas, una de las cuales es ella. Supongo que Luisgé sabía perfectamente que, de preguntar, el proyecto moriría antes de nacer. También lo sabían en Anagrama. Lo sabían los editores y lo sabían los abogados. Como suelen decir “mejor pedir perdón que pedir permiso”. No hagamos, por favor, como si no conociéramos el juego.