Leo andando por la calle, leo en el bus y en el metro, aprovecho y leo cuando espero, leo antes de acostarme, leo al levantarme, leo en medio de la noche si me despierto, leo en el sofá, leo tomando un té, leo frases que me gustan en voz alta, apunto muchos párrafos que leo, leo en una terraza, leo frente al mar, leo sin parar, leo lo que quiero y leo todo lo que puedo. El libro alimenta, calma y ayuda. Tiene un poder curativo. Guarda historias que modelan nuestro carácter y personajes que nos acompañan de por vida.
Para disfrutar de los libros hay dos fechas señaladas en el calendario. La primera es Sant Jordi. Vivo lejos de Cataluña, pero tengo un amigo que siempre se encarga de hacer que sea inolvidable. El mayor regalo es que alguien se acuerde de ti, pero encima él lo demuestra todos los años mandándome una rosa y alguna novedad editorial muy recomendable.
La segunda cita es la Feria del Libro de Madrid. Acaba de cerrar sus puertas y, como siempre, me da pena que las casetas no se queden allí. Así, habría gente que, de pronto, daría con un tesoro; otros que, sin querer, leerían más, y los habituales, tendríamos un rincón fijo donde refugiarnos.
Para los que amamos los libros sería un alivio escondernos de la ciudad de esa manera. Una visita rápida nos proporcionaría el aliento para seguir afrontando los problemas. Cada vez que voy, me sorprende encontrarme con tantos lectores. ¿Dónde estábamos escondidos? Vamos a paso de procesión, enlatados, pero todos nos miramos y sonreímos. Sin conocernos de nada, comulgamos lo mismo, da igual que sea en forma de cómic, biografía o best seller.
Por eso, lamento tanto que el parque pierda esta fiesta en la que los niños se tiran al suelo para devorar páginas, los mayores descansan en un banco a la sombra, las colas para las firmas se extienden como los afluentes de un río y las hojas no son las de los árboles, sino las de papel que lucen manchadas de tinta formando letras que luego bailan enredadas en sueños.
Al regresar a casa, las bolsas van llenas de un peso que no pesa y que, sin embargo, carga la torre de la mesilla hasta que se balancea a punto de desmoronarse. No hay vida suficiente para leer todo lo que quiero. Algunas personas se frustran pensando en la muerte, a mí me frustraría morirme sin saber el final de una trama.
Daniel Pennac escribió en Como una novela que “la paradójica virtud de la lectura consiste en abstraernos del mundo para encontrarle un sentido”. Es una de las pocas obras que conservo plastificada con el fin de frenar su deterioro.
Me la prestaron y fui a comprarla nada más terminarla. Sentía la necesidad de que fuera mía. “Las cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será al primero a quien hablemos de ellas (…) Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a los que preferimos”, indica el autor en este ensayo.
Cuando alguien te deja un libro y te pide encarecidamente que lo leas, ¿no te preguntas por qué? ¿Contendrá algún mensaje secreto? Puede ser que no haya ningún misterio y que tan sólo obedezca al deseo de compartir algo bello. En este caso, reconozco que me asaltaron las dudas. No era mi estilo, pero mejor no cerrarse a nada y menos si está excesivamente garabateado. Eso puede indicar que vale la pena.
Aunque suele dar cierto pudor ver lo que han señalado otros. Esas esquinas dobladas que nos permiten adentrarnos en su intimidad. Hay incluso quien deja ciertas anotaciones en los márgenes o se olvida de algo en su interior, como una foto o una carta. Son detalles que nos permiten catalogar a las personas. También lo hacemos en función de si han utilizado un boli, un fosforito o un lápiz para subrayar. A lo mejor no se corresponde con la realidad, pero nosotros ya los habremos tachado de metódicos si utilizan regla o de nerviosos si resuelven con un triste asterisco. Yo también dejo mis marcas y me gusta descubrirlas al retomarlos un tiempo después. Al revisarlas siempre encuentro recuerdos del momento, flores secas o dibujos.
En definitiva, los libros son un consuelo y al dar con uno que me remueva, lo venero. Reconozco que hay algunos que me generan zozobra y me sugestionan de tal modo que paso días dentro de ellos. También están aquellos que he olvidado, pero que me dejaron una buena sensación. Es posible volver a ellos, pero tiene su peligro darse de bruces con el yo del pasado. No te reconoces. Los sentimientos van mutando y, como ocurre con la poesía, puedes regresar a un texto y sentirte identificado con algo completamente nuevo.
Lo que ayer era significativo, ahora pierde importancia. Habremos crecido o seremos más niños que nunca. ¿A quién no le gusta un libro de ilustraciones? ¿Quién sigue disfrutando con un cuento? No hay edades en los libros que nos unen y atrapan. Como decía Pennac: “Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo”.