Muchos estarán viendo la serie de Netflix sobre el asesinato de Marie Trintignant. Marie, hija de la directora Nadine Trintignant y del famoso actor Jean Louis Trintignant, era actriz. Separada de varias parejas, tenía cuatro hijos y estaba en una relación con el cantante Bertrand Cantat, su asesino. El hecho ocurrió el verano de 2003 en Vilna, Lituania, mientras rodaba una película bajo la dirección de su madre. Su muerte fue especialmente cruel, producto de un feroz ensañamiento: la autopsia descubrió numerosos y violentos golpes en el cráneo y en el rostro. La versión de Cantat, conocido por sus brotes de violencia y sus severos problemas con las drogas, fue que Marie se resbaló dándose un terrible golpe contra un radiador. Pero en vez de actuar inmediatamente llamando a los servicios de urgencias, dejó pasar casi cinco horas hasta que avisó al hermano de Marie, Vincent. Aunque la actriz fue llevada a Francia e intervenida quirúrgicamente varias veces, no hubo nada que hacer.
Ignoro si se puede perder la humanidad tras años consumiendo drogas o por sentirse casi un dios por ser un ídolo de masas. O todo junto. Sé que, por desgracia, la parte oscura de determinados personajes mediáticos les consigue el favor entregado de cierto público. Cantat pretendía ser algo parecido a un Jim Morrison o a un Kurt Cobain, y su grupo musical ya evocaba lo siniestro: Noir Désir (Negro Deseo). Hace 20 años, mucho antes de que el péndulo oscilase hacia el lado contrario, el del #MeToo, existía una comprensión insensata por quienes desafiaban “lo establecido”. Y hablo del cortejo con la violencia, incluso en las relaciones de pareja.
La pena que le cayó fue mucho más leve de los quince años de prisión que pidió el fiscal. Al final le condenaron a ocho años de los que sólo cumplió cuatro. Aunque después de ser liberado recuperó cierta notoriedad (por el morbo de su crimen), su estrella se fue apagando. En el 2018 aún trató de reconquistar su estatus con una gira para descubrir finalmente que ya no gozaba de la tenebrosa admiración de antes.
¿Por qué se empeñó en ello? ¿Alguien que fue condenado por hechos horribles puede reasumir su vida civil y recuperar sus derechos? ¿Sin más? A mí me ha recordado a un sujeto como Arnaldo Otegi. Este último, al igual que Cantat, causó un dolor atroz, pero nunca expresó realmente su arrepentimiento. Siempre encontró excusas y, de alguna forma, siempre se sintió con derecho a ser tratado de forma distinta a un delincuente común. Tanto Cantat como Otegi son personas que se presentan más como víctimas que como verdugos. ¿Qué tienen ellos que no tengamos el resto? La cantante, actriz y esposa de un expresidente francés, Carla Bruni, da en el clavo. Dice en una entrevista: “Hubo una indulgencia mediática respecto a Cantat. En aquella época era un icono de la izquierda, y esto se debe a la orientación política de los medios y del ámbito de la cultura”.
Hay quienes se creen por encima del bien y del mal por ser cantantes malditos o pistoleros de izquierdas separatistas. Así, no sólo reanudan su vida civil, sino que llegan a obtener reconocimiento y cargos políticos. ¡Hasta Pedro Sánchez les convierte en socios privilegiados! La adscripción partidaria o ideológica resulta al final un pasaporte con el que pretenden renacer limpios de cualquier culpa plebeya. No, no es gente que se arrepienta. Una persona consciente del daño que cometió, capaz de sentir una empatía básica, que tiene un sentido moral elemental, nunca sería capaz de volver a la escena pública, mediática o política.