Opinión

El arte no vale

Ángeles Caso
Actualizado: h
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¿Se acuerdan de la fábula de la Cigarra y la Hormiga? La contaron en diversos momentos de la historia algunos de aquellos hombres dotados para los versos, el antropomorfismo y la moraleja y que han logrado ser inmortales, Esopo allá por el siglo VII a. C., y La Fontaine y Samaniego a finales del XVIII. Se la recuerdo: la hormiga se pasa el verano recogiendo y almacenando comida laboriosamente, mientras la cigarra alegra el mundo cantando de la mañana a la noche, despreocupada por el futuro. Cuando llega el invierno, la cigarra tiene frío y hambre y le pide ayuda a la hormiga, y esta, llena de soberbia, le espeta con inmensa crueldad unos versos que en la versión de Samaniego dicen así: “Dime pues, holgazana, / ¿Qué has hecho en el buen tiempo? / Yo, dijo la Cigarra, / A todo pasajero / Cantaba alegremente / Sin cesar un momento. / ¡Hola! ¿con que cantabas / cuando yo andaba al remo? / Pues ahora que yo como, / Baila, pese a tu cuerpo”.

Desconozco si las niñas y los niños de hoy siguen prestando atención a las fábulas. Cuando yo era pequeña, eran una lectura muy común, tanto en la escuela como en casa, porque se suponía que contenían mucha sabiduría, mucho aprendizaje de los valores importantes de la vida, resumidos en esas moralejas finales que te hacían reflexionar sobre lo bueno y lo malo, lo adecuado y lo inadecuado.

Y no sé ustedes, pero yo, desde muy pequeña, detestaba esa historia de la Cigarra y la Hormiga. Me parecía que lo que hacía la hormiga durante el verano estaba bien: buscar granos y fragmentos diminutos de frutos, arrastrarlos trabajosamente hasta el hormiguero y almacenarlos allí para cuando llegase el invierno. Sin duda es importante que alguien sea previsor y se ocupe de pensar que un día vendrán la nieve y los vientos y la desnudez de los campos y hará falta una despensa bien provista.

Pero siempre me parecía que lo que hacía la cigarra era muchísimo mejor: ella se pasaba los meses del verano tocando el violín, o al menos así solían representarla en las ilustraciones. De sus manos surgía la maravilla de la música, que invitaba a bailar a los trigales, arrullaba a las pequeñas hojitas de hierba, hacía que las manzanas se bamboleasen alegres en las ramas y ponía a cantar a los pájaros. Ella transmitía el esplendor del mundo cuando el sol salía tras las montañas, y acompañaba el dolor de quienes habían perdido a un amigo.

La cigarra sabía lo que había que hacer para que la vida fuese mucho más hermosa, y estoy segura de que la hormiga trabajadora, mientras caminaba en la larga fila entre sus congéneres llevando hacia el hormiguero las migas de pan que alguna niña había dejado caer bajo el fresno durante la merienda, era consciente de que aquella energía incontenible que le hacía querer mover las patas aún con más ligereza, se la debía a la música bellísima de la cigarra.

Comprenderán que, una vez llegada a esa conclusión, la actitud de la hormiga me pareciese despreciable: era capaz de abandonar en medio del vendaval a quien la había hecho tan feliz durante mucho tiempo, condenándola a morirse de hambre y de frío. A mí, niña impresionable, se me saltaban las lágrimas pensando en la pobre cigarra y se me despertaba una rabia tremenda contra la hormiga codiciosa y cruel, que hubiese debido arrodillarse a los pies de la violinista, llena de gratitud, preparar para ella el rincón más cálido del hormiguero y darle sus mejores granos, sosteniéndola hasta que el buen tiempo le permitiese volver a salir a tocar y cantar y hacer que el mundo fuese mejor para todos.

No sé si Esopo, La Fontaine y Samaniego quisieron reflejar en esa fábula lo que realmente pensaban o, simplemente, transcribieron la realidad tal cual era: el artista suele ser para la sociedad una persona inútil y vaga, que no aporta nada a la vida común y que merece por ello morir bajo la nieve, desprovisto de mantas y comida. Lo único importante es lo material, el hormiguero caliente, la despensa bien surtida. Y el pobre ingenuo que se atreva a creer que el talento para hacer surgir belleza de la nada le convierte en merecedor de que los demás compartan con él sus bienes, se verá finalmente solo y perdido.

Lo curioso es que la triste sabiduría que contiene esa fábula haya podido pervivir durante miles de años sin que nada cambie. Que les pregunten si no a los jóvenes escritores del momento, a las artistas plásticas actuales, a todos los que hacen bailar a los demás mientras ellos tocan el violín: aunque la vida de muchos sea mejor gracias a ellos, como le ocurrió a la hormiga del cuento, nadie les dará de comer cuando llegue el invierno. El arte, amigas, no vale nada.

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