Es difícil desnudarse. No me refiero a desprenderse de la ropa, sino a traslucir sentimientos y dejarse ver de verdad. Muchas veces te preguntan cómo estás y sale la respuesta automática de que todo marcha bien. Como si fuera un trámite administrativo. Para zanjar la cuestión es mejor tomarse una caña, hablar de banalidades y no abrirse en canal.
Duele mucho todo eso que callas. Para empezar, da algo de vergüenza. Luego te planteas si tienes derecho a quejarte porque siempre hay alguien que lo está pasando peor que tú. Las comparaciones son odiosas. Además, expresarlo en voz alta generaría preocupación y, sobre todo, sería reconocer ante el mundo que eres una persona débil.
La fragilidad no está bien vista. A pesar de lo que hemos vivido en los últimos años, todavía hay quien se burla de una depresión, minimiza un ataque de ansiedad o se piensa que el estrés es un invento. Pero la salud mental ya no es un tabú y hay que admitir que los españoles estamos mal. Hay un bombardeo de cifras que lo demuestran. Aunque basta con saber que una de cada cuatro personas tendrá un trastorno psicológico a lo largo de su vida y recordar que las bajas laborales por este motivo se han duplicado en los últimos años.
Quieren que seas fuerte y te rompes. Puedes ser resistente, pero hasta las piedras se resquebrajan. Los antidepresivos forman parte del desayuno y aquí no pasa nada. Es mejor recetar pastillas que buscar soluciones. Así nos hemos convertido en una pandilla de zombis. Solos entre la multitud, con la máscara puesta de los encantos que desplegamos en las redes sociales mientras un molesto zumbido resuena en nuestro interior.
Tratas de sobrevivir y ganar tiempo. Los pensamientos se entierran, mientras confías en que la situación cambiará. Sin embargo, eso no ocurre y una desazón se apodera de ti. Se va desplegando hasta que, de pronto, explota. Suele ocurrir en los momentos más inoportunos. Por ejemplo, cuando eres testigo de la felicidad de los demás. No es envidia. Eso que te inunda es la constatación de tu tristeza.
Encima, nadie quiere a agoreros cerca. La gente huye de los que arruinan la fiesta. Un día puedes llorar. Cuidado si son dos. Los amigos y la familia pueden servir de apoyo, comprenden la situación pero lo lógico es que terminen hartos de oír siempre la misma cantinela. Esperan que hagas algo por cambiar y tú no sabes por dónde empezar. A veces, en el súper o en el parking, te detienes ante ese letrero que señala la salida y piensas que ojalá fuera todo tan fácil.
Hay una canción que resume bien el sinuoso camino que se abre ante nosotros. A menudo la descubro en mi cabeza sin haberla invocado. Es un tema de Jorge Marazu, de su álbum La gran belleza. También la ha interpretado con Mikel Izal. Su melodía va acelerándose y el estribillo te va taladrando: “Sálvame, alúmbrame. Para aceptar lo que no puedo entender. Para encontrar lo que perdí. Para sentir calor. Mientras el mundo está perdiendo la razón. Abrázame y cura este vértigo que nace a la sombra del diluvio universal”. Hay quien cree que esta composición surgió del confinamiento. Sin embargo, su autor ha contado que la escribió después de los atentados de Barcelona. Sintetiza bien la impotencia y lo importante que es el contacto físico.
Los mayores se sienten abandonados; los jóvenes, perdidos. Muchos hemos vivido esa angustia y cada vez hablo con más gente que reconoce que algo no funciona. Por eso, hace falta escuchar y ayudar más. No se pueden ignorar los gritos de socorro. Algunos retumban. Pero hay otros que pasan desapercibidos y se deben vigilar.
Es importante buscar un refugio. Este puede ser de muchas formas, pero hay uno que no falla. A todos nos viene bien un abrazo. Reconforta, alivia y calma. Como dice Luis Alberto de Cuenca es “la prueba irrefutable de que la vida te regala argumentos contra la soledad”.