Este pasado viernes 19 de julio, el mundo entero se enfrentó a una brusca interrupción de gran parte de su tejido informático. Para algunos quedará en una anecdótica pérdida de vuelo, para otros en un gran susto en el cuerpo.
Microsoft, considerada como la segunda mayor empresa del planeta, sufrió uno de los apagones más sonados de su historia. El incidente provocado por una rutinaria actualización de programas paralizó innumerables sistemas de terceros y cientos de plataformas interconectadas.
Al origen, un pequeño fallo humano que puso en jaque y durante varias horas, a nuestro mayor organismo. Una nueva demostración de la delicada vulnerabilidad de nuestra infraestructura más comunitaria, tecnológica y puntera.
Un error local de repercusión global
Según CrowdStrike (la empresa externa del gigante americano que cometió el fallo) el objetivo inicial era ir mejorando la seguridad de su nube y repeler cualquier tipo de potencial ataque. Sin embargo, el reajuste contenía un pequeño error de código que no fue detectado humana y previamente. El insignificante desacierto acabó afectando a Windows y la globalidad de sus sistemas operativos. En cuestión de minutos se encontraron decenas de millones de dispositivos, totalmente incomunicados entre ellos.
Las aerolíneas fueron de las primeras en detectarlo. Dependen a ultranza de esos sistemas de gestión externalizados y tuvieron que cancelar, en pocas horas, miles de vuelos. Los aeropuertos también se llenaron de filas de espera y de caras de pasajeros cabreados. Empresas de todo tipo, instituciones y gobiernos se vieron también sumergidos en un gran caos.
Grandes bancos afrontaron un colapso de sus sistemas de transacciones, creando una histeria colectiva y viendo salir corriendo a sus clientes a buscar efectivo por las calles. Las instituciones de salud de Inglaterra vieron vetados sus accesos a registros médicos, a sus agendas de cuidados y probablemente pusieron la vida de cientos de pacientes, en riesgo.
Por todo el planeta, miles de administraciones públicas, dependientes de los sistemas informáticos, se vieron paralizadas sin poder comunicarse de manera efectiva, ni ofrecer sus servicios más básicos.
La historia se repite
Nuestra memoria olvida cada vez más rápido – escribiré en breve en esta columna sobre este esto – pero la historia reciente ya fue testigo de varios incidentes de este tipo.
En octubre de 2016, por ejemplo, un ataque llevado a cabo por unos hackers provocó una interrupción global en plataformas tan populares como Netflix, PayPal o Twitter. En 2021, un error en los servicios de Amazon Web Services causó una tal caída que afectó a miles de webs y aplicaciones, afectando transacciones diarias evaluadas en millones de dólares. Más recientemente, en 2023, un fallo en la autenticación de Google dejó puntualmente a millones de clientes sin poder usar sus correos electrónicos y con el acceso restringido a sus nubes.
Estos acontecimientos no solo interrumpen algunos servicios, sino que también tienen un efecto “dominó”, afectando a una amplia gama de sectores y dejando en evidencia nuestra infraestructura globalizada y sus vulnerabilidades.
Cada uno de estos percances, aunque de naturaleza distinta, subraya un tema común: la creciente interdependencia digital de las plataformas que rigen el más mínimo aspecto de nuestras vidas. Solo hay que ver las caras desamparadas de nuestros compañeros de trabajo cuando se nos va la luz o se nos cae el sistema. ¿Y ahora qué hacemos? No estamos preparados.
¿Casualidad o Efecto Mariposa?
Hace ya más de 60 años que el científico americano Edward Lorenz empezó a estudiar el llamado “efecto mariposa”. Pionero en el desarrollo de la “teoría del caos”, quería demostrar como pequeñísimas variaciones de flujos meteorológicos locales podían generar efectos globales. De forma romántica, incluso llegó a comentar cómo el aleteo de una polilla podría generar, al otro lado del mundo, una gran tormenta.
Los recientes acontecimientos demuestran cómo el más insignificante intento de mejora informática en América puede suponer irónicamente una gran zozobra en Australia, Asia o Europa, teniendo mucho que ver con ese “efecto mariposa”. En nuestra búsqueda incesante de eficiencia, hemos tejido una red enrevesada de interdependencias tecnológicas. La promesa de un mundo avanzado e hiperconectado trae consigo la sombra de un potencial colapso sistémico.
Estas recientes caídas nos ofrecen un gran aprendizaje. Nos insta a reflexionar sobre la necesidad de diversificar nuestras fuentes de servicios, minimizar la exclusividad y dependencias de empresas concretas y, quizás más importante aún, desarrollar una capacidad de respuesta que trascienda lo tecnológico, volviendo a todo tipo de soluciones humanas de recambio. En mis “años jóvenes”, recuerdo como realizaba el embarque de vuelos intercontinentales, apuntando a los viajeros con la ayuda de un boli y papeles. Probablemente, lo que tuvieron que volver a hacer miles de empleados de líneas aéreas, el pasado viernes.
Nuestra verdadera fortaleza residirá no solamente en la solidez de las tecnologías que desarrollaremos, sino en nuestra capacidad para anticiparnos y prepararnos a las próximas tormentas digitales que enfrentaremos.