Opinión

Echaremos de menos a Francisco

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Tengo un amigo teólogo que sostiene que probablemente el Vaticano es uno de los lugares del mundo donde menos personas creen en Dios. Según su visión, el estado de los Papas es un territorio poblado de hombres a los que les interesa por encima de todo el poder y la acumulación de riquezas (aunque esta no se produzca necesariamente a título personal). Los encabeza el Pontífice de turno, que en su opinión suele ser un descreído profesional, por así decir, alguien que ha dedicado su existencia a trepar por la procelosa escala del poder eclesial, tan poblada de monstruos y trampas como cualquier otra escala que conduzca a las alturas, si no más. ¿Cómo va a consagrar una persona su vida a Dios, afirma convencido, si tiene que dedicarla a obtener apoyos, sortear enemigos y no cometer ningún error en su largo camino, lleno de mundanas mezquindades?

La historia tan poco ejemplar del Papado parece confirmar estas teorías de mi amigo teólogo. Pero de vez en cuando, aquí y allá a lo largo de los siglos, asoma la figura de un Papa que sí responde al ideal de lo que debería ser la cabeza pensante de una Iglesia basada en los Evangelios. De tomarnos en serio los textos de Lucas, Mateo, Marcos y Juan y todas las ideas que, según ellos, predicó Jesús de Nazaret, deberíamos dar por hecho que quien hable en nombre del Dios del Nuevo Testamento debe ser alguien consciente de su condición de igual al resto de la humanidad, hermano en particular de los más desprotegidos y proclive a los actos bondadosos y a la generosidad, lo cual no implica que no pueda ser firme y rotundo en sus palabras y sus acciones, como lo fue el propio Jesús.

Francisco Bergoglio es uno de los Pontífices que parece haberse tomado realmente en serio el espíritu del Evangelio. Lo hizo desde el primer momento, cuando eligió como nombre el de uno de los santos más extraordinarios del santoral, el amigo de los pobres y de los humildes animalillos. El Papa argentino se ha mantenido siempre ahí, del lado de los más vulnerables de la tierra, los migrantes, los refugiados, las víctimas de las guerras, los que han sido atropellados por el feroz neoliberalismo de las últimas décadas. Incluso sus últimas palabras, este pasado domingo, fueron precisamente para pedir que se detengan todos los conflictos bélicos, empezando por los ataques de Israel contra Gaza: nunca fue cobarde este Papa a ese respecto, por el contrario, se negó a jugar frente a las atrocidades el papel de diplomático tibio que otros en su lugar habrían hecho.

Bergoglio no ha sido un Papa perfecto, aunque me pregunto si alguien podría serlo: probablemente el solio pontificio es una de las responsabilidades más difíciles de ejercer, con su asombrosa mezcla de poder espiritual, político y doméstico. Ha intentado abrir puertas que alguien se ha ocupado de volver a cerrar rápidamente tras él, como la presencia de las mujeres en la Iglesia católica, sobre cuyo papel se ha limitado a echar un rápido vistazo incómodo. Pero ha sido, por encima de todo, humano en sus imperfecciones y coherente en su discurso y sus acciones. En los tiempos que corren, ya es mucho decir.

Es curioso ver cómo la fidelidad al mensaje evangélico de Francisco ha hecho de él un hombre especialmente admirado por la izquierda, observado con desconfianza por la derecha y detestado, a menudo abiertamente, por una ultraderecha que, al mismo tiempo, y al menos en España, asegura defender como nadie a la Iglesia Católica. El Papa más querido por los “rojos” ha ido a morirse justo cuando esa ultraderecha tiene más poder que nunca en el mundo desde hace muchas décadas. Su desaparición deja inevitablemente un vacío moral, un desgarro en el discurso público, el silencio de una voz de autoridad que aún hacía frente, sin temor, a muchas de las peores cosas que están sucediendo ahora mismo.

Ignoramos qué ocurrirá en el cónclave, si los cardenales elegidos por él serán capaces de mantener la línea de cambio y humanismo que ha impuesto durante su pontificado o si, por el contrario, la carcundia que apoya a la poderosa internacional ultraderechista, y que a su vez es apoyada por ella, logrará hacerse con el poder de ese viejo símbolo religioso y político que es el Vaticano. Tal vez —y parece lo más probable— la cosa se quede a medio camino, y resulte elegido uno de esos pontífices que dan con una mano y quitan con la otra, sonriendo, textualmente, a diestra y siniestra. Uno de esos descreídos de mi amigo teólogo, alguien que, con una actitud indiferente, podría contribuir más en este momento histórico a esparcir el mal que a sembrar el bien. Sospecho que, por si acaso, muchos de los que no somos creyentes rezaremos en los próximos días al Espíritu Santo para que ilumine adecuadamente al colegio cardenalicio y les haga pensar más en el bien del mundo que en el suyo propio.

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