Acaban de terminar los Juegos Paralímpicos de París 2024. El equipo español ha vuelto a casa con cuarenta medallas (siete de oro, 11 de plata, y 22 de bronce). En una edición no tan sonada como la oficial, pero no exenta de sus propias polémicas (la, digamos, sorprendente participación de Araceli Meduiña en piragua, la injusta eliminación de Elena Congost).
Dos días después de terminar los Juegos, sale la noticia de una madre alicantina que ha de subir a su hijo paralítico hasta su aula, porque el ascensor del centro está estropeado. Primero le sube a él a hombros. Baja a por la silla. Sube la silla. Monta a su hijo en la silla, y le deja en clase. Llega el recreo y la mujer repite el proceso dos veces, uno cuando al empezar, y otro al terminar. Tras las clases vuelve a hacerlo. Arturo, que así se llama el niño, no es el único del centro en esta tesitura, ya que el Voramar es un centro de integración. Si ustedes buscan los titulares, creerán estar viendo una película de Berlanga. Plácido, por lo menos. Si los leen en orden cronológico, pensarán que solo hay idiotas al mando. El AMPA del Voramar denuncia la situación con un vídeo, el vídeo sale en medios, el asunto pasa a manos de políticos, la ministra pide solucionarlo, el colegio dice han arreglado el ascensor varias veces, el conseller dice que es un boicot, el Ayuntamiento dice que lo van a arreglar, y el colegio decide mover a la planta baja el aula de Arturo. He aquí una situación absurda que tendría gracia si no fuera porque hay unas personas damnificadas por la desorganización y la desidia. No sé si esa madre trabaja o no, ni la fuerza que tiene, pero un niño de once años pesa bastante, y en ningún trabajo sale gratis salir tres o cuatro veces al día para hacer otra cosa. Imaginen al chico arriba, sentado en el suelo o en una silla, esperando a que su madre haga el segundo viaje. Imaginen la sensación de estorbar. Y el sentimiento de indefensión. No me gustaría ser ni él ni su madre.
Como desconozco el funcionamiento del centro, ignoro por qué no hay un bedel para hacer esta tarea, o por qué no hay varias personas ayudando. Tampoco entiendo por qué ha habido que esperar a que trascienda a la opinión pública para decidir algo tan sencillo como mover el aula a la plata baja. Podría tener una explicación.
Lo que sí sé, porque lo he visto en otros ámbitos, es que cuando algo tan sencillo no se arregla es porque no le importa lo suficiente a las personas que pueden arreglarlo. Miren cómo cuando hay prisa se puede hacer de todo, desde recalificar unos terrenos naturales hasta dejar vendido al pueblo saharaui. Se puede cambiar una ley, organizar unas elecciones, conceder préstamos elevadísimos, amnistías fiscales, coronar a un rey, y financiar cualquier departamento estúpido que sirva para que alguien cercano viva muy bien. Lo que no se puede hacer, por lo visto, es arreglar un ascensor.
Cuando uno mira los Juegos Paraolímpicos piensa en lo difícil que será practicar el deporte que sea sin vista, sin piernas, o con una estatua muy por debajo de la media. Lo que pasa es que esa admiración no nos cuesta ningún esfuerzo. Es más, nos podemos sentir muy buenas personas, generosas y empáticas. La realidad es que los Paraolímpicos demuestran que, si se ponen medios, las personas con discapacidad pueden disfrutar de los mismos juegos y diversiones que la media de la sociedad. Lo que pasa es que esos medios suponen dinero, un mínimo esfuerzo, y alguna pequeña renuncia. Fuera de los titulares, hay vecindarios en los que no se aprueba una derrama para una rampa que permita que una vecina en silla de ruedas salga a la calle por si misma. En la vida real, los padres no quieren que sus hijos adolescentes estén en la planta baja “con los pequeños”. No se arregla un ascensor en una residencia hasta que no se anuncia una visita del alcalde. O no quieren, incluso, cederle el asiento a una embarazada o a una persona con muletas. Qué espíritu superación ni qué niño muerto. La civilización es la ayuda entre semejantes. Todo lo demás es avaricia y cara de cemento.