Opinión

Dios, farlopa y Bowie

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Me ha costado teclear estas líneas más que a Heracles limpiar los establos de Augías. Conjugar en exceso el verbo descansar en presente de indicativo y alejarse del voraz torbellino de la actualidad no son buena cosa para un columnista. La conclusión del paréntesis vacacional –viva Granada, nodriza guapa y mala follá de Lorca y de Morente– me ha pillado con el pie cambiado y con las musas apáticas, artríticas, ahítas de tranquilidad, polvorones y zambombas. Busca primero uno la inspiración donde debe, o sea, en los periódicos del día, y tuerzo el hocico, exteriorizando mi desinterés, con el menú que ofrecen: el quilombo venezolano, en efecto, es importante, interesante y tremendo, pero el más mínimo suceso puede convertir un artículo escrito hace unas horas, por muy candidato al Camba que fuere, en un feto muerto en el momento de su publicación; luego, la princesa Leonor zarpa en el Elcano, pues muy bien; el hermano de Sánchez no sabe dónde está la Oficina de Artes Escénicas, pero me faltan especias y me sobra óxido navideño; el gólem de Desokupa se ha convertido en el mejor agente literario de Irene Montero, mas no seré yo quien dilate esa publicidad, etcétera.

Apartada la parrilla informativa, brujuleo en la hemeroteca. Y esta me recuerda con neones que David Bowie, el artista más carismático y seductor del último medio siglo, el alfa de mis ídolos musicales, embarcó con Caronte hace nueve años, el 10 de enero de 2016, por un cáncer de hígado que le royó durante dieciocho meses. El inglés fue un verdadero genio, un intrépido explorador de géneros que, torciéndole el brazo al bostezo propio, y huyendo como de la peste del estancamiento que paraliza y pudre, no lanzó un disco malo –si bien los hubo mejores y peores, es evidente–, hizo muchos buenos, algunos brillantes, perfectos –Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, Young Americans, Station to Station, Low, Scary Monsters o Heathen, por citar sólo unos pocos–, y ascendió así al exclusivo Olimpo del Duende, habitado por una inmensa minoría de elegidos que, con sus salvajes talentos, han cebado las almas, los cerebros y la felicidad de la Humanidad entera.

 

El cantante David Bowie

Me zambullo en Word on a Wing, una de mis canciones favoritas del Delgado Duque Blanco. Es una oración bellísima, urgente y agradecida, incluida en su álbum Station to Station (RCA Records, 1976), en la que Bowie canta: “En esta época de gran engaño / entraste en mi vida saliendo de mis sueños”. El británico la compuso tras una época en la que, al parecer, se mantenía ingiriendo sólo leche y cocaína –en algún libro leí que también pimientos– y en la que combinó su adicción a la farlopa con un interés obsesivo por la magia negra y el ocultismo. En un concierto muy posterior, grabado el 23 de agosto de 1999 para el programa de televisión Storytellers de la cadena VH1, introducía así la canción: “Fueron los días más oscuros de mi vida. (…) Me hacía preguntas como: ‘¿Los muertos se interesan por los asuntos de los vivos? ¿Puedo cambiar el canal de TV sin usar el mando a distancia?’”. De ese zulo de ébano salió con la ayuda de Dios, ante quien se postra en el estribillo: “Señor, me arrodillo y te ofrezco mi palabra al vuelo / y trato por todos los medios de adaptarme a tu plan”. La pieza es absolutamente conmovedora.

David Bowie tocando en Chile en octubre de 1990

En fin, les prometo, queridos lectores, que retomo el sendero de la actualidad desde ya mismo, mas quería escribir sobre Bowie no sólo por ir calentando mis motores, sino por homenajear a uno de los seres humanos más fabulosos de toda la Historia.

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