Esta semana he coincidido en gustos con Pedro Sánchez porque recibió en La Moncloa al equipo de la película El 47 y yo fui a verla. El presidente del Gobierno ya había ido antes, el pasado 18 de septiembre, con su mujer.
Al encuentro acudieron el director, Marcel Barrena, y varios actores. A todos ellos les enseñó la sala donde los martes se celebra el Consejo de Ministros. Tras la reunión, Sánchez puso en redes sociales que “muchos de nuestros barrios no serían hoy lo que son sin las batallas que libraron tantos ciudadanos anónimos y valientes”.
En este caso, habla de Manuel Vital, un conductor de autobús que un buen día secuestró el que manejaba para demostrar que el transporte público podía llegar hasta el suburbio en el que residía. Las calles de la zona no estaban asfaltadas y había una cuesta tan empinada que era difícil acceder a las casas. Por eso, en el Ayuntamiento le dijeron que era imposible lo que pretendía. Pero él, con su tesón, logró que finalmente los poderes públicos se tragasen sus palabras y poner fin al aislamiento al que les habían condenado.
Vital emigró a Barcelona a finales de los 50 y levantó su vivienda con sus propias manos. Como él, lo hicieron otros muchos. Elevaron muros ladrillo a ladrillo y sus techos eran tablas. Ese fue el origen de Torre Baró. Al estar en la periferia, las autoridades dejaron de lado a sus vecinos. Pero él siempre se encargó de reclamar lo que les correspondía.
Todo esto ocurrió de verdad y ahora Eduard Fernández le pone rostro a nuestro protagonista que, en un momento dado, proclama que la dignidad es tener agua, tener luz, tener un centro de salud… No hablamos de lujos sino de servicios básicos.
La dignidad es no permitir que los niños se críen en un estercolero; la dignidad es no dejar a los ancianos de lado; la dignidad consiste en no abandonar a la gente que lo necesita. Reivindicar no se puede confundir con estorbar. Hay que alzar la voz para exigir lo que es de pleno derecho y hace falta humanidad para responder con medidas. Quedan sitios por atender.
El cine de denuncia nos recuerda lo importante que es respetar a cada persona y, por supuesto, recibir una educación. En este film también destaca Carme, la esposa de Vital. Era una monja catalana que colgó los hábitos por amor. Ella tiene una historia propia. Siempre cuidaba de los pequeños y de las mujeres de la comunidad. Sin escuela a la que acudir, se esmeraba por enseñar a todos a leer y escribir. Su vocación era inmensa.
El relato, ya de por sí emotivo, se ve realzado por la música que lo acompaña. Aquí suenan dos canciones tradicionales cargadas de simbolismo: Rossinyol que vas a França y Gallo rojo, gallo negro. Aunque la que marca al espectador es la que entona Valeria Castro. Se llama El borde del mundo y, según la cantautora canaria, sirve para resumir lo que experimentan quienes viven en un sitio olvidado.
La letra mezcla así castellano y catalán: “Aunque pasen y pasen los años/ no se olvida el recuerdo ni el daño/ del poble i del que s’ha estimat/ de la meva enyorança al teu costat/ del dolor que al món no expliquen/ i del camí que cada dia es complica/ per totes les coses a aguantar/ i per l’amor a qui vaig voler cantar/ del que lucha con miedo allí en su pecho/ por si eso nunca nadie lo convierte en hechos”. Parece que habla un poco de todos nosotros.
Yo le recomiendo a nuestros dirigentes que vayan a verla. A lo mejor, les viene bien recordar las razones que les condujeron a la profesión que ejercen. El espíritu de ayudar se va perdiendo. Siempre se les llena la boca resaltando que su prioridad es resolver los problemas sociales, pero la mayoría de las veces se enredan en temas que nos interesan más bien poco.
Por cierto, esta semana también he visto a Mariano Rajoy hablando de los tapones de las botellas. Estos que no se desprenden ni con machete. Como a él, también me ha pasado lo de mancharme y blasfemar por el nuevo sistema de cierre. Hay que ver lo cercana que me siento yo estos días de nuestros políticos. Voy a ver si tengo fiebre.