Opinión

Destinos trágicos

Yate de Mike Lynch - Internacional
Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Hay días en los que la escritura se escurre entre los dedos. Se escurre como si fuera agua y solo deja humedad y una sensación de vacío. Hay días como hoy, como ayer, el martes de esta semana en los que trato de escribir sobre algo que ha ocurrido y las palabras me esquivan. Hablo del hundimiento del yate inglés Bayesian en aguas del Mediterráneo, frente a la costa de Sicilia, y del ahogamiento de siete personas, entre ellas una niña de 18 años, Hannah, la hija del Mike Lynch, propietario del barco. Todo lo ocurrido tiene el sabor de la tragedia, de la suma de casualidades que producen el desastre. Todo tiene un gusto a destino aciago que me mantiene atenta a los medios, tanto españoles como extranjeros, para conocer las últimas noticias. Todo lo sucedido nos lleva al juego envenenado de las preguntas que ya no podrán tener respuesta: ¿y si se hubiera hecho esto en vez de esto otro, si se hubiera tomado una decisión en vez de esta otra? Sobre todo, porque la desgracia sucedió durante una navegación que pretendía celebrar la victoria de Lynch en el juicio contra el gigante de HP, tras varios años de lucha legal. Parece ficción, pero no lo es. Tantas veces la realidad la supera que, parafraseando a Gabriel García Márquez, si contáramos esa historia en una novela nos dirían que no resulta creíble.

Al Bayesian parecía haberle soplado, sin él saberlo, el hálito maldito de los barcos únicos. Un prototipo de 56 metros de eslora, con un mástil de aluminio de 72 metros de altitud, el primero o el segundo, depende de donde se lea la noticia, más alto del mundo, como un edificio de 25 pisos. Impresionante. Si lo hubiera visto surcando las olas, fondeado o amarrado en puerto este verano me hubiera parecido imposible su rápido hundimiento. El Bayesian era único y este dato me hace pensar en el Titanic. Como si esta exclusividad llamara, con mano tenebrosa, a las puertas de la desdicha. El Titanic también poseía varios récords en su haber, era el que más pasajeros podía transportar, al finalizar su construcción, el más grande y lujoso del mundo, con 270 metros de longitud y 53 de altura, insumergible, y, sin embargo, todos sabemos ya la historia que está dentro del imaginario popular y se ha convertido en argumento de varias películas.

Se encuentran en estas tragedias todos los ingredientes que Aristóteles menciona en su Poética. La tragedia fascina porque la historia hace sentir horror y compasión en el espectador, en este caso que la contemplaba en el escenario del teatro griego. Este horror o temor a que nos suceda lo mismo nos lleva a la empatía, a la piedad, y de ahí a la catarsis o purificación espiritual. Es el pathos del que habla Aristóteles, tememos que nos ocurra algo semejante y quedemos en manos del destino de esa manera tan desalentadora.

Lo trágico es un intento de entender nuestra propia existencia. La fragilidad de la misma que a veces parecemos olvidar llevados por la costumbre de estar vivos. Vivimos como si fuéramos a ser eternos. Y quizá es el mar, tan hermoso como imprevisible, uno de los lugares que te recuerdan que no lo somos. Dijo Joseph Conrad: “El viaje de la vida, tanto en tierra como en mar, es también un ir a la deriva en un mundo donde las marcas de situación pueden desaparecer en cualquier momento, donde traicioneros bancos de arena acechan bajo la superficie y los horizontes se desvanecen en la lejanía”.

El barco se convierte en un microcosmos del mundo humano, en una imagen de la humanidad navegando en el imprevisible océano de la vida.

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