El 14 de marzo de 2020 se decretó el estado de alarma y nos confinaron para evitar la expansión del coronavirus. Hace nada de eso. Tan sólo cinco años, aunque parezca una eternidad. Entonces, se sucedían las muertes y teníamos miedo. Los hospitales estaban desbordados y la gente salía a los balcones para aplaudir a los sanitarios que se jugaban la vida. Ellos, cuando nadie pisaba la calle, acudían cada día a su puesto para atender a una inmensa marea de enfermos.
En aquella época nos llenamos la boca hablando de solidaridad y dijimos que íbamos a aprender la lección. Pero ni una cosa ni la otra. Como dicen, la memoria es frágil. Y, ahora, a punto de cumplirse la efeméride de tan terrible momento, está claro que hemos olvidado todo. Hasta lo que hicieron por nosotros.
La constatación me llegó al conocer los datos del Observatorio Contra las Agresiones de la Organización Médica Colegial (OMC). Son terribles. 2024 bate el récord histórico en el registro de acciones violentas. El año pasado se comunicaron 847. Son las cifras más altas desde 2010. Un ataque cada 10 horas. Esta situación la sufren más las mujeres y se da, sobre todo, en el ámbito de Atención Primaria.
Ya no se respeta nada
La mayoría de las veces son amenazas e insultos, aunque también hay lesiones físicas. Hace tiempo vi como una señora se desataba en el centro de salud y empezaba a echar pestes por la boca. Fue desagradable, pero nadie recibió un bofetón. Cosa que en otros sitios sí ha pasado. Sé de una oncóloga a la que acorralaron y zarandearon los familiares de uno de sus pacientes porque no estaban de acuerdo con el tratamiento. Y me han contado que los padres somos especialmente sensibles y perdemos bastante los nervios cuando tenemos a nuestros hijos bajo observación.
Ya no se respeta nada. Antes los médicos y maestros eran autoridades. Ahora les estamos quitando categoría. Según la OMC, las discrepancias con la atención recibida disparan mucho la tensión. La historia es que sabemos de todo sin saber realmente nada. Internet hace que los autodiagnósticos proliferen y muchas personas llegan a las consultas dictando las palabras que quieren oír. Sin ir más lejos yo misma que hace nada me presenté ante mi doctora para decirle que me pusiera a teletrabajar para recuperarme de una caída. Me mandó a paseo, claro. “O estás o no estás para trabajar”, zanjó. Y, de esa forma, comprendí que estoy mejor calladita.
Entiendo que alguna vez la espera desespere o que alguien se mosquee porque le manden hacerse una prueba que seguramente tardará muchos meses en llegar. La falta de recursos y equipos suelen empeorar el malestar físico y mental que padecen muchas personas. A lo que hay que sumar angustia y desesperación. Todo eso conforma un cóctel molotov que, tarde o temprano, estallará.
Por eso, lo primero que se debe hacer es tratar de retomar la calma, intentar dar con una solución y, por supuesto, hacer entender que no hay justificación posible para una actitud virulenta. Así no se van a resolver las cosas.
Creo que a los profesionales de la salud les vendría bien recibir durante su formación alguna materia específica en resolución de conflictos y comunicación. Tendrían que contar con una serie de claves y herramientas personales para salir de cualquier enfrentamiento.
Aunque, a veces, resulta imposible y no hay forma de zanjar una discusión. Para momentos de ese tipo es aconsejable haber implantado medidas disuasorias. Debería haber cámaras de videovigilancia en los pasillos y dispositivos de alarma sonoros en los despachos. Cualquier precaución es poca. Mi cirujano tenía plantificado un cartel enorme detrás de su cabeza donde se podía leer que no iba a tolerar ciertos comportamientos y que si intuía problemas llamaba de inmediato a Seguridad. Algo grave le tuvo que pasar. No pregunté.
De todos modos, para frenar lo que está ocurriendo, lo primero que se debe hacer es denunciar y, por supuesto, estaría bien lanzar una campaña nacional de prevención y protección. Si no se ve, no existe.
Es una pena que hayamos llegado a esto. Recuerdo que durante la pandemia hubo una canción que nos tocó a todos el alma. Vetusta Morla quiso homenajear el papel de la sanidad pública junto a una veintena de artistas españoles y se unieron para entonar Los abrazos prohibidos.
“Por los ángeles de alas verdes de los quirófanos, por los ángeles de alas blancas del hospital, por los que hacen del verbo cuidar su bandera y tu casa. Y luchan porque nadie muera en soledad”. Eso decía la letra. Y seguía: “Por los que nunca miran el reloj mientras curan, por los que hacen suyas las heridas de los demás, por los que merecen los abrazos prohibidos y se meten contigo en la boca del lobo sin mirar atrás”.
No creo que sean ángeles, pero en ningún caso son demonios. Son seres humanos que aciertan y se equivocan como los demás. Tratan de curarnos. Ese es su objetivo. Y todos los que sobrevivimos a aquel caos deberíamos ser, al menos, agradecidos.