Empieza agosto, y con él las vacaciones masivas, y quienes preferimos vivir en zonas del país habitualmente tranquilas, nos echamos a temblar: llegan las multitudes, el ruido, los gestos continuos de mala educación, los atascos, las colas antipáticas en el supermercado, las playas abarrotadas, los senderos de montaña por los que se pasean decenas o centenares de personas que, en lugar de admirar el paisaje y disfrutar de los sonidos de la naturaleza, tienden a pegar gritos y encaramarse a las peñas más peligrosas para hacerse un selfi, llevando al límite la paciencia de los que nos esforzamos por encontrar en la vida cierta serenidad.
Los inconvenientes que genera el turismo multitudinario cambian de zona geográfica según la temporada, pero están siempre ahí, cada vez más preocupantes para buena parte de la población, al menos para quienes no vivimos de esa industria. Cada lugar arrasado por este fenómeno social tiene sus propias especificidades y sus propios conflictos, pero, más o menos, las consecuencias vienen a ser las mismas: incesantes subidas de precios —sobre todo en lo referente a la vivienda, aunque no solo—, bullicio sin control, invasión grosera de multitud de espacios, incomodidades de todo tipo, dificultades para relajarse y descansar, y la cada vez más preocupante sobrexplotación de los recursos, sobre todo del agua, ese bien tan escaso en tantas partes de nuestro país y del que deberíamos cuidar como un tesoro.
La hiperdemocratización del turismo que se ha producido en las últimas décadas nos somete a una paradoja de difícil solución: todos somos turistas y, al mismo tiempo, todos somos turismofóbicos. Nos beneficiamos de los vuelos baratos y los alojamientos a precio de ganga y, a la vez, protestamos cuando no podemos poner un pie en nuestra playa favorita, tenemos que abrirnos paso a codazos para ver un cuadro en un museo o nos vemos obligados a sufrir los ruidos sin fin del piso de alquiler turístico de nuestro edificio. Por no hablar de las condiciones de quienes trabajan en el sector, sometidos a menudo a horarios inhumanos pero remunerados con sueldos que dejan mucho que desear, en otra de las grandes contradicciones generadas por la irrefrenable ansia colectiva de viajar.
El problema es enorme y afecta a muchas ciudades y lugares del mundo. Y las soluciones parecen realmente muy complicadas. La única que se nos viene a todos a la cabeza es la de encarecer de forma generalizada el precio de los viajes, y creo que en esa dirección van algunas de las medidas que ya se empiezan a tomar en diversos lugares: aplicar tasas turísticas, apretar las tuercas a las compañías aéreas de bajo coste hasta obligarlas a cobrar más por sus billetes, disminuir mediante condiciones muy estrictas el número de pisos y casas disponibles para estancias cortas o dar licencias únicamente para hoteles de lujo son algunas de las actuaciones que se están empezando a poner en marcha en ciudades y países de todo el planeta.
Es casi seguro que este tipo de controles terminará a la larga por reducir la afluencia masiva y descontrolada a ciertos lugares. Pero también es seguro que esas medidas son injustas, porque nos impedirán viajar a buena parte de la población, segregándonos por razones económicas. Con el tiempo, el viaje volverá a ser, como lo fue hasta hace pocas décadas, privilegio de las gentes acomodadas. Y la mayoría de nosotros seguiremos inmersos en la paradoja: tal vez ya no haya multitudes bulliciosas y molestas en las salas del Museo del Louvre, pero probablemente tampoco podremos permitirnos el placer de visitarlo.
No se me ocurren muchas más maneras de poner fin a lo que para muchos es una verdadera plaga, a no ser que la Inteligencia Artificial nos someta, por ejemplo, a un test de sensibilidad: usted, dado que le gusta tanto el aturdimiento, solo podrá viajar a una de esas playas con chiringuitos en los que suenan al mismo tiempo canciones diferentes. Usted, que gusta de la contemplación, iniciará el camino hacia la cumbre de tal o cual montaña aislada. Y usted, capaz de emocionarse con la belleza, podrá visitar la Alhambra de Granada al amanecer. Tal vez, tal vez…
Difícil problema de los tiempos modernos. Yo entretanto, medio en serio medio en broma, me siento a veces como Roy Batty —el replicante de Blade Runner— en los momentos finales de su existencia: «He visto cosas que vosotros no creeríais. He podido mirar a la cara a la Gioconda. He paseado sola por la Acrópolis de Atenas. He subido a lo más alto del Pic du Midi sin cruzarme con nadie. Todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia. Quizá vaya siendo hora de no viajar más.»