Opinión

Davos cruza el Atlántico

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Cada año, a finales de enero, las mentes y voluntades más poderosas del mundo se reúnen en la alpina y nevada ciudad de Davos para debatir el destino mediato de la política, la economía y los negocios en el Foro Económico Mundial. Muchos de ellos acuden, sobre todo, para conocerse, trabar relaciones y hacer negocios. Por unos días, la pequeña localidad del cantón de los Grisones, con apenas 12.000 habitantes y situada a 1.500 metros de altitud, se convierte en la capital del mundo. Encontrar transporte y alojamiento es una auténtica pesadilla para los poderosos del planeta. Los controles y la seguridad se extienden por la pequeña localidad suiza como tela de araña, dificultando movimientos y desplazamientos. Los líderes mundiales, los presidentes de Gobiernos, los CEOs de las mayores compañías, los intelectuales y científicos de prestigio y los periodistas influyentes reservan esas fechas con letras de oro en sus agendas. En este mundo, si no eres invitado a Davos, no eres nadie. Es mi caso por más que me cueste.

El culpable de todo este enorme tinglado es Klaus Schwab, profesor de economía de la Universidad de Ginebra, quien lo fundó en 1971. No creo que cuando se le ocurrió la idea calibrase, ni por asomo, la dimensión en términos de influencia y de negocio de su criatura. Acuden alrededor de 100 gobiernos y 1.000 empresas. Las cuotas corporativas de la pertenencia a Davos, más las de asistencia a sus eventos, no son nada baratas y crecen anualmente, pero todos las pagan sin rechistar. El valor del encuentro reside en ponerte al día de los debates, tendencias y avances del mundo, y en la posibilidad de cruzarte o reunirte con los más influyentes en menos de una semana. En este inmenso circo de la inteligencia y de la influencia, se celebran más de 300 sesiones y participan unas 2.500 personas que forman parte de la élite mundial.

A lo largo de los años, Davos, así escrito con letras mayúsculas en la mente de los poderosos, ha venido tejiendo el mundo que conocemos. Una sociedad globalizada en todo el orbe mundial como expresión máxima del liberalismo económico y comercial. Un planeta unido por su culto a la democracia política, rendido a la actividad económica empresarial global, activado en la lucha contra el cambio climático, dispuesto a tomar medidas radicales para combatir el calentamiento, apostando firmemente por la igualdad, la diversidad y la inclusión, dispuesto a dar un paso más allá por la sostenibilidad y las finanzas verdes. En esas estábamos cuando, como cantaba Carlos Puebla para otro personaje, para otro contexto, para otro momento histórico, “llego el comandante y mandó parar”.

Claro que este comandante no es barbado, ni joven, ni viste de verde oliva, ni ha bajado de Sierra Maestra, ni es caribeño, ni es un revolucionario. No, este comandante, viste de traje azul y corbata roja, es viejo, tiene el pelo naranja, vive entre Manhattan y Florida, es retrógrado y le cantan mis adorados Village People. Pero también ha mandado parar. Y muchos de los poderosos del planeta han tomado nota y están cambiando de ideas con la elasticidad y versatilidad que nos enseñó Groucho Marx. “Si no te gustan mis principios, tengo otros”, todo un ejercicio de cinismo ideológico contemporáneo. Ya lo han hecho muchos fondos financieros internacionales que, tras muchos años de dar la matraca con invertir en sostenibilidad e inclusión, ahora ya sólo miran la pela. ¿Cómo será la próxima carta de Larry Fink a sus invertidos? Lo han hecho las superguays tecnológicas de Silicon Valley, que han renunciado a sus políticas de igualdad, diversidad e inclusión. Lo han hecho los patronos de las redes sociales, eliminando los controles previos en aras de la libertad de expresión de sus indescifrables algoritmos. Y esto no ha hecho más que empezar.

Volviendo a Davos. Cada año selecciona una especie de objetivo o lema. Entre los temas constantes han estado el cambio climático, la inclusión, la diversidad, la transición energética, la cooperación, el multilateralismo, la confianza y un modelo de desarrollo económico para satisfacer las necesidades de todos. Todavía permanece en el recuerdo la inolvidable intervención en 2023 del enviado estadounidense para el clima, John Kerry, quien pidió la “mayor transformación económica desde la revolución industrial” para afrontar los retos climáticos.

Pues, ahora, enfrente han presenciado otra visión radicalmente opuesta, hasta ahora silenciada por anticuada y demodé. Frente al globalismo, nacionalpopulismo; frente al calentamiento global, negacionismo; frente a la diversidad o la inclusión, modelos tradicionales; frente al elegetebeismo, el hombre y la mujer; frente a las energías renovables, combustibles fósiles; frente a la apertura comercial, aranceles; frente a la acogida de inmigrantes, expulsiones masivas; frente al multilateralismo, soberanismo; frente a la ultraregulación, desregulación.

Por ahora, los globalistas defienden tímidamente su modelo. Lo ha hecho Ursula von der Leyen y lo ha hecho Olaf Scholz. Con más vehemencia lo ha encarnado nuestro Pedro Sánchez, acuñando su nuevo neologismo de la tecnocasta. Pero, en el fondo, no queriendo incomodar a la bestia, exhibiendo sus deseos de llevarse bien.

Pero el gran hombre de la Casa Blanca, el elegido por Dios para salvar América, amonestó por streaming y no dejó dudas. Donald Trump no habla con circunloquios o medias palabras. Y tiene seguidores a uno y otro lado del Atlántico. Milei y su motosierra, Meloni, Fico, Orban. No está solo, aunque no creo que le importe mucho.

Trump está dispuesto a cambiar la sociedad y la geopolítica. Su gran rival comercial es China. No estoy seguro de que considere a la Unión Europea un aliado. Ni tan siquiera que la considere. ¿Qué hará la Unión Europea? ¿Plantará batalla o salvará los muebles? Me quedo con lo segundo.

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