Opinión

¿Daña el Estado a los menores en acogida?

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Cada vez son más las familias de acogida que, tras años criando a menores en situación de vulnerabilidad, reclaman un cambio legislativo que les permita adoptar a esos niños cuando el vínculo afectivo ya está profundamente arraigado. El problema radica en que lo que debería ser una medida temporal, a menudo se convierte en una convivencia prolongada, que genera lazos emocionales y que, al romperse, pueden perjudicar a los niños.

En Cataluña, el caso de Mónica y Mario, que acogieron durante 3 años a un niño que les llegó a los días de nacer, ha puesto el foco mediático sobre esta realidad. La pareja acogió a un bebé de apenas 11 días como parte de una medida de protección de emergencia con una duración prevista de seis meses. Sin embargo, el menor permaneció con ellos durante tres años. Cuando la administración catalana les comunicó que el niño sería trasladado a una familia adoptiva, iniciaron una batalla legal para evitar una separación que a todas luces sería traumática. La presión mediática propició un acuerdo con la Generalitat que ha permitido que el pequeño se quede con ellos.

El problema no es que las familias de acogida quieran adoptar por sistema, sino que la administración no cumple con los plazos legales y luego condena a los menores que han sido criados con amor y responsabilidad a una separación. El daño emocional para el menor es lo que preocupa sobre todo a estas familias, quienes aseguran que los técnicos de los servicios sociales habitualmente se limitan a seguir un protocolo, sin valorar las circunstancias propias de cada caso.

Otro caso, en Mallorca. Marga y su familia acogieron a un bebé que vivió con ellos hasta casi los cuatro años. La solicitud de adopción fue rechazada y el menor fue asignado a otra familia. Tres meses después, tras una retirada de urgencia por inestabilidad emocional de la madre adoptiva, el niño fue trasladado a otra casa sin ningún tipo de transición.

Actualmente, la inmensa mayoría de comunidades autónomas -que son quienes ostentan las competencias en este ámbito- no permiten que las familias acogedoras adopten a los menores, puesto que acogida y adopciones pueden pertenecer a recursos distintos, a veces hasta a departamentos diferentes. Euskadi y Madrid han sido pioneras en eliminar estas barreras por el bien de los menores. Algunas comunidades autónomas han llegado a aprobar leyes en este sentido, pero no han desarrollado hasta el día de hoy los reglamentos; en otras, las iniciativas parlamentarias quedan truncadas por motivos diversos. Y mientras tanto, quienes sufren son los niños y las niñas.

La respuesta que se encuentran muchas familias de acogida por parte de las instituciones que tutelan a los menores es que el problema solo lo tienen los adultos. A sus ojos, las familias de acogida se enamoran de los niños, cosa que no deberían hacer.

Pero son diversos los psicólogos que aseguran que se puede crear una herida en estos pequeños por el sentimiento de abandono, de consecuencias nefastas. En un primer momento, al ser conscientes de la separación, muchos de ellos presentan una angustia lógica y expresan el rechazo a la idea de marcharse. Durante la infancia, se puede producir una disociación, gracias a la cual el niño se adapta al nuevo entorno y parece haber superado el impacto. Sin embargo, al llegar la adolescencia, esa herida puede aflorar y se detectan patrones comunes entre aquellos menores que se han sentido abandonados. El fracaso escolar es uno, el deterioro de la salud mental es otro.

Lo que piden las familias de acogida no es adoptar por adoptar. Lo que piden es que no se condene a estos niños a un segundo abandono por rigidez burocrática. Si han sido su familia durante años por la inoperancia de la administración, deberían tener al menos la opción de seguir siéndolo legalmente. De lo contrario, la pregunta que me hago es: ¿está dañando el estado a los menores en acogida?