Al horror del caso Pelicot se unen, tenues pero firmes, los testimonios de mujeres que han trabajado en barcos del CSIC y que han sido acosadas hasta límites peligrosos, siendo el peor caso el de una tripulante que un buen día desapareció en alta mar sin que nadie supiera nada.
Sobre el papel, a las mujeres se nos reconocen los mismos derechos que a los hombres. Incluso hay leyes para protegernos de abusos específicos nacidos de la tradición y la fuerza. Si pregunta usted por la calle, o en el trabajo, o en cualquier bar, la respuesta a la pregunta “¿Está mal ejercer violencia sexual sobre una mujer?” todo el mundo (prácticamente) le responderá que sí, que está mal. Las dudas y las discusiones vendrán cuando esa violencia sexual deje de ser una situación hipotética y se convierta en un hecho perpetrado por alguien a quien conozca el interrogado. Entonces vendrá el “sí, pero”. La mayoría de los abusos, ya lo saben, se dan en el entorno más cercano. La mayoría de los abusos son minimizados o ignorados por el entorno de la agredida. No les hablo de menores de edad. Hablo de mujeres hechas y derechas.
Si vamos a los abusos cometidos sobre mujeres con la capacidad de raciocinio mermada, la cosa se dispara. Conozco muchos casos, desde los más suaves (una chica que, en un acusado estado de ebriedad, sale a la calle a vomitar, y un chico pretende ayudarla solo para tocarle los pechos y ver si puede besarla al finalizar el patético trance) hasta los más graves, que incluyen uso de sustancias compradas ex profeso para conseguir la sumisión química. En el primer caso, la historia se contaba con cierta sorna, quizás por lo fallido del intento, quizás por lo repulsivo del momento. En el resto no hay risas ni bromas, al menos no por parte de las agredidas.
He pedido permiso para contar uno de los casos: una chica rememora, en un ambiente en apariencia amigable, cómo fue penetrada sin su consentimiento por un chico al que conocía. El acto fue durante lo que parece ser un coma etílico (vómitos, convulsiones, sudor, hipotermia, y pérdida de conocimiento), y se realizó sin preservativo y con eyaculación. La chica despertó al día siguiente con resaca y mucho frío, y descubrió a su lado una palangana con vómito, y restos de esperma entre sus piernas. Encontró al chico desayunando en la cocina. Le pidió un vaso de agua y explicaciones, a lo que él respondió con sorna antes de echarla de su casa, en una zona totalmente desconocida para ella. A ninguna mujer le pareció cómica esa historia, pero a los hombres presentes sí. Pensaban que era divertido. Cuando ella lamentó no haberle denunciado, las risas se convirtieron en quejas fraternales. “¿Pero por qué le vas a denunciar, si ni siquiera te enteraste?”, “¿no ves que le vas a arruinar la vida al pobre chico?”, “Él también estaría borracho” y frases similares salieron, por lo visto, de boca de aquellos buenos chicos que, sin duda, piensan que violar está mal.
¿Son todos los hombres potenciales violadores?
En Mazan, Francia, cincuenta desconocidos de diferentes estratos sociales, oficios y edades, han pactado la violación de una misma mujer inconsciente. En Murcia, los abusadores de menores prostituidas han evitado la cárcel por una demora en el sistema legal. Y sin embargo, esto no es Afganistan, ni Irán. Ni Sudán. El marco legal nos protege (al menos en teoría), pero los hombres, los que violan y los que querrían hacerlo, se protegen entre ellos. Y ni siquiera saben que ellos, aunque no lo crean, sí son parte de una cultura de la violación. Con sus risas, sus bromas, su permisividad, y su negativa a vernos como seres morales, como iguales con un mismo intelecto, una misma dimensión emocional, y por supuesto la misma dignidad. Reducidas a objetos parlantes, muchos hombres son, o serían, violadores.
Pero no son todos los hombres, no. Son los hombres que se erigen como manada, que se sienten parte de un grupo que les permite estar por encima de leyes e incluso por encima de la propia civilización.