Opinión

¿Cuántas pérdidas de fe se permitirá la Iglesia antes de aceptar la igualdad?

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Cuando el Papa Francisco nombró a Simona Brambilla como prefecta del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, la noticia no pasó desapercibida. No fue una explosión mediática ni una declaración altisonante. Fue, como suelen ser las transformaciones profundas, una sacudida silenciosa. Pero no por ello menos histórica: por primera vez, una mujer ocupa un cargo equivalente al de ministra en la Santa Sede.

Brambilla no era una recién llegada. Tenía una larga trayectoria como misionera en Mozambique, fue superiora general de las Misioneras de la Consolata y desde 2023 ya trabajaba en el mismo dicasterio. No era un nombramiento simbólico, es una mujer de Iglesia, de terreno, de contacto con los márgenes. Una figura que encarnaba el modelo de Iglesia que tanto predicó Francisco.

Simona Brambilla - Internacional
Una fotografía de archivo de Simona Brambilla
Revista Ecclesia

Semanas después, el 1 de marzo, Raffaella Petrini, religiosa franciscana de 56 años, asumía la secretaría general de la Gobernación del Estado vaticano, y se convertía en la primera mujer en ejercer el cargo de “alcaldesa del Vaticano”. Petrini supervisa la administración civil del Vaticano, incluyendo seguridad, sanidad y los Museos Vaticanos. Su designación forma parte de las reformas impulsadas por Francisco para promover la igualdad de género en la Iglesia.

Sor Raffaella Petrini, primera mujer en dirigir el Gobierno del Vaticano
Sor Raffaella Petrini, primera mujer en dirigir el Gobierno del Vaticano

Y, sin embargo, este gesto, tan revolucionario en apariencia, convive con una realidad eclesial profundamente desigual. Porque, aunque el Vaticano haya empezado tímidamente a abrir sus puertas a las mujeres en los órganos de gobierno, el sacerdocio —el auténtico corazón del poder eclesial— sigue siendo exclusivo de los hombres. La designación de Brambilla y Petrini, por tanto, es un paso, pero no una meta.

La contradicción es evidente. Por un lado, el Papa ha abierto la posibilidad, con la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, de que laicos —y, por tanto, mujeres— dirijan dicasterios. Por otro, el acceso al ministerio sacerdotal continúa cerrado a la mitad de la humanidad. ¿Tiene sentido que una mujer pueda liderar un ministerio vaticano, pero no presidir una misa? Me atrevo a imaginar que esta contradicción haya sido planificada por el Papa. La idea de que las mujeres empezaran asumiendo cargos de gestión para acabar penetrando en el sacerdocio, ¿podría haberle pasado por la mente?

En España, movimientos como Alcem la Veu (Alcemos la voz) luchan por la igualdad de la mujer en la Iglesia. Esta organización, que reúne un millar de mujeres creyentes y feministas, reclama desde hace años el fin de la discriminación estructural eclesiástica. Existe un feminismo espiritual profundamente arraigado, comprometido y teológicamente sólido.

Y no están solas. Cristina Moreira, la primera mujer presbítera católica en España, lleva celebrando misas desde 2013 pese a estar excomulgada. Forma parte de una red internacional de mujeres sacerdotes que, aunque no reconocidas por Roma, existen, celebran y acompañan comunidades. ¿Son herejes o pioneras?

La Iglesia Católica ha llegado tarde a casi todas las grandes transformaciones sociales, pero las ha acabado asumiendo. La igualdad de género no será la excepción. La falta de vocaciones, el cierre de parroquias y la creciente indiferencia religiosa en Europa no se resolverán cerrando aún más las puertas, sino abriéndolas a quienes siempre han sostenido la fe: nosotras.

El progreso que representan las mujeres con poder en el Vaticano no es irreversible. Sin embargo, la pregunta no es si la Iglesia permitirá algún día que las mujeres sean sacerdotisas, obispas, cardenalas o incluso Sumo Pontífice. La verdadera pregunta es:¿cuánto sufrimiento y cuántas pérdidas de fe se permitirán antes de que eso ocurra?