¿Cuándo se nos olvidó a los seres humanos que vivimos inmersos en la naturaleza y que también somos naturaleza? Es una pregunta que me hago a menudo. Creo que el antropocentrismo ha hecho un daño inmenso, tanto a nosotros mismos como al planeta que nos cobija. Me refiero a esa noción según la cual nosotros somos el centro de la creación, entes superiores a todos los demás, una idea que ya recoge el Génesis cuando nos cuenta que Dios creó a Adán y Eva a su imagen y semejanza después de haber hecho el resto de las formas de la tierra, estableciendo así una jerarquía que nos ha convertido en los dueños de todo.
Considerarnos los propietarios de cualquier especie animal o vegetal y de todo elemento que conviva con nosotros nos ha permitido moralmente no solo utilizarlos a nuestro antojo, sino también esquilmar, depredar y destruir. A fin de cuentas, ¿a quién le importa lo que hagamos con las bestias, los bosques, el agua o el aire si nos pertenecen y están ahí única y exclusivamente para nosotros, nuestras necesidades y nuestros caprichos?
Aun así, y no hace todavía muchas décadas, la gente todavía solía ser consciente de que, por mucho que se sirviera de la naturaleza, a veces ella se revolvía en forma de epidemias, tormentas, riadas, sequías extremas, terremotos, erupciones volcánicas o vendavales y demostraba entonces su fuerza imparable. El desarrollo tecnológico y científico de los tiempos recientes nos ha hecho olvidarnos incluso de eso: fuimos llegando a la conclusión de que éramos capaces de dominarla plenamente, como si pudiéramos vivir al margen de sus normas.
En ese punto es en el que estamos ahora: de alguna manera difusa pero real, las sociedades occidentales parecemos convencidas de que los seres humanos no formamos parte de la naturaleza, sino que somos algún tipo de ente independiente y superior, listísimo e invencible. Cuando llegó la pandemia en 2020, muchas personas se preguntaban cómo era posible que, con nuestro nivel de conocimientos y tecnología, un virus diminuto pudiese detener la actividad humana de todo el planeta, incapaces de comprender que ni todos los artilugios del mundo logran impedir que determinados procesos naturales se produzcan. Fue el momento clave para darnos cuenta de que, igual que las hormigas o las hojas de los árboles, somos parte de un engranaje complicadísimo y delicado, en el que todo afecta a todo, de lo más grande a lo más pequeño.
La tragedia de Valencia acaba de darnos otro bofetón de realidad: el cambio climático provocado por la acción humana —y basado en la creencia de que somos los amos irresponsables de todo— es ya un hecho científico incuestionable. Como también que la cuenca del Mediterráneo es a este respecto una de las zonas del mundo más críticas y más afectadas por la extraordinaria virulencia de fenómenos meteorológicos que hasta ahora parecían aquejar con esa intensidad solo a otras zonas del planeta.
Pero ni siquiera el cambio climático y lo inusitado de la DANA bastan para explicar lo sucedido. A eso debemos unirle la dejadez de las administraciones —por no decir cinismo, cuando no abierta corrupción— que en las últimas décadas, al menos desde 1970, han permitido la construcción de miles y miles de casas y edificios de todo tipo no solo en zonas inundables, sino incluso en plenos barrancos: se calcula que en toda España hay alrededor de un millón y medio de viviendas levantadas sobre terrenos que el agua puede arrasar cualquier día. A nadie parece haberle importado hasta ahora, mientras constructoras, promotoras e inmobiliarias se enriquecían a costa de tanta insensatez y, de paso, contribuían a muchas arcas públicas (y privadas). ¿De verdad que los responsables de todo eso creen que el agua no volverá a pasar jamás por donde ya pasó, aunque fuera hace quinientos años?
Y luego está, que ya es el colmo, la frivolidad de no tomarnos en serio los avisos de los científicos. No sabemos qué pasó exactamente el día 29 en el seno de la Generalitat, pero empezamos a sospecharlo, y está claro que a la lluvia torrencial y la riada no les importa nada que la Agenda 2030 sea de izquierdas o de derechas, que prohibir y cerrar no sea propio de liberales o que vaya a empezar un puente y no convenga espantar a los posibles visitantes. Si no lo hemos hecho hasta ahora, empecemos a exigir a nuestros políticos que coloquen a la ciencia siempre por delante de cualquier otra consideración.
Cuando se publique este artículo, escrito ayer, ya sabremos quizá si el gobierno del país más poderoso del mundo lo ha ganado justamente uno de los máximos representantes de esa soberbia tan indecentemente humana, el adalid del negacionismo climático y la defensa a ultranza de la codicia. En nombre de todas las víctimas de Valencia, Castilla-La Mancha y Andalucía, de tantas y tantas personas muertas, arruinadas y asoladas, y también de quienes les están ayudando a superar la catástrofe, espero que no lo consiga. En este deseo va mi abrazo para todas ellas.