Ayer, 29 de abril, se conmemoró el Día Mundial de la Inmunología. Si ustedes bucean en la historia de las vacunas, lo más probable es que se encuentren con el siguiente relato: en 1796, el médico británico Edward Jenner se dio cuenta de que las personas que trabajaban con vacas no solían padecer la viruela, una enfermedad contagiosa muy común en la época, que causaba grandísimos estragos en epidemias repetitivas, matando a muchas personas —incluidas niñas y niños— y dejando a otras muchas con terribles secuelas de por vida.
Jenner “alquiló” un niño de una familia pobre, James Phipps, y le inyectó pus procedente de las vejigas de una vaca enferma. (De ahí, por cierto, el nombre de vacuna.) Aquello funcionó, porque la viruela bovina es, en efecto, muy semejante a la humana. A partir de ese momento, la inoculación contra la viruela fue extendiéndose por el mundo hasta lograr que en 1980 fuese la primera enfermedad vírica erradicada del planeta. Entretanto, a medida que se iba entendiendo el mecanismo por el que funcionan, surgían las vacunas contra otras muchas enfermedades.
Si acceden al artículo que Wikipedia le dedica a Edward Jenner, verán que se le considera “el padre de la inmunología” y se dice de él que “ha salvado más vidas que cualquier otro hombre”. Así ha pasado a la historia de la medicina e incluso al recuerdo popular. Un genio masculino de los muchos que jalonan el discurrir de la especie.
Sin embargo, la verdadera historia de las vacunas tiene una genealogía femenina que ahora, afortunadamente, hemos reconstruido y podemos reivindicar. En 1717 —casi noventa años antes del experimento de Jenner—, una extraordinaria mujer inglesa se paseaba por Constantinopla, la actual Estambul. Era lady Mary Montagu, esposa del nuevo embajador de la corona británica ante el Imperio Otomano. Lady Mary, enormemente curiosa e inteligente, se negó a vivir encerrada en la embajada al margen de aquella ciudad única. Vestida como un hombre turco, con pantalones y turbante, se dedicó a recorrer las calles a caballo e informarse de todo lo imaginable. Su figura terminó llamando la atención del sultán, quien le permitió acceder a lugares en los que jamás había entrado ninguna persona procedente de la Europa cristiana, como los harenes de sus palacios. Así pudo conocer a fondo las costumbres de las mujeres turcas de las élites, que luego describiría con empatía en las cartas que escribía a sus amigos de Londres.
Lady Mary tenía un hijo muy pequeño y, como tantas europeas de su tiempo, vivía aterrada por la idea de que su niño pudiera contagiarse de la viruela, que ella misma había padecido años atrás. Con su gran capacidad de observación, se dio cuenta de que en Constantinopla la gente no sentía miedo de esa enfermedad, que allí solía ser leve y pasajera. Indagando en los harenes, descubrió que las madres turcas tenían una costumbre asombrosa: confiaban sus hijos a las manos de ciertas ancianas sabias que les realizaban a las criaturas, lo que ella llamó un “injerto”.
Era una práctica cuya memoria se perdía en el tiempo, y que consistía en inocularles el pus procedente de las pústulas de alguna persona que padeciera la enfermedad. La inoculación se realizaba con una humilde aguja de coser o de bordar. Lady Mary se empeñó en que su hijo fuese “injertado” y obligó al médico de la embajada a asistir a la intervención. Al regresar a Londres, trató de convencer a todo el mundo de la bondad de aquella costumbre. Pero los sabios doctores de la época la trataron de loca e, incluso, de bruja.
En 1721, cuando una nueva epidemia de viruela azotó Londres, lady Mary logró convencer al rey, Jorge I, para hacer un experimento: el médico que la había acompañado en Constantinopla “injertó” pus a seis condenados a muerte, a los que se les prometió el perdón si se salvaban cuando la enfermedad llegase a la prisión. El experimento fue todo un éxito —por suerte para aquellos presos— y, poco a poco, la costumbre del “injerto” fue extendiéndose por Gran Bretaña y por la Europa continental, defendida por los filósofos de la Ilustración y las personas de mentalidades más abiertas, y criticada por las gentes más temerosas de las innovaciones.
El propio Edward Jenner había sido “injertado” de pequeño. Su trabajo, que mejoró las condiciones en las que se realizaba la inoculación, fue sin duda muy meritorio, pero él no fue en ningún caso “el padre de la inmunología”. Esa rama del conocimiento científico más bien ha tenido muchas madres, mujeres anónimas —salvo la propia lady Mary Montagu— que la hicieron posible, además, con el más menospreciado de los instrumentos, la aguja de coser.
Un objeto insignificante, según el relato androcéntrico, pero sin el cual probablemente la humanidad no habría llegado hasta aquí. Y no solo por el “injerto”, sino por toda la protección contra el frío, la mugre y las enfermedades contagiosas que nos ha conferido desde el origen de los tiempos. Quizá —solo quizá— nadie lo ponga en valor porque ha sido siempre “cosa de mujeres”. ¿Será eso…?