Opinión

Constitución semántica y relato placentero

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¿Cuándo se jodió el Perú Zavalita? La pregunta que se hace Vargas Llosa al inicio de Conversaciones en Catedral me repica machaconamente estos días en el cerebro, cuando intento dar alguna respuesta a qué nos ha podido pasar aquí, en este nuestro país, para llegar hasta dónde hemos llegado, centrifugando competencias que desbaratan la estructura constitucional autonómica e intentando tergiversar, vía relato placentero, los conceptos esenciales que las democracias occidentales habían conseguido estabilizar tras dos conflagraciones mundiales y la superación de la política de bloques.

¿Cuándo se ha podido iniciar, y consolidar, esa inmensa confusión en torno al concepto de democracia, igualdad, seguridad o defensa, por poner unos ejemplos? ¿Cómo ha podido cambiar la ética pública para que sea posible afirmar sin ningún pudor que blanquear el terrorismo en las instituciones, ensalzando a los antiguos miembros de ETA, constituye un ejemplo de integración en democracia?

¿Desde qué momento se legitima un partido político cuya fórmula básica para alcanzar y mantenerse en el poder consiste en ir devaluando sus postulados originarios por ver en qué punto se los compran? ¿Dónde podemos situar el origen del sustento intelectual de la afirmación requetemartilleada consistente en afirmar que lo que legitima cualquier acuerdo para lograr un gobierno de cambio consiste básicamente en echar al gobierno anterior?

¿Desde qué teoría política [no líquida] se puede afirmar sin zozobra que el mandato democrático justifica el desprecio a la ley? ¿Cómo ha sido posible lograr que millones de personas consideren que tengamos que tolerar, como si ello fuera lo normal en democracia, incitaciones al odio, populistas tergiversaciones retorcidas o varas de medir a conveniencia de según quién? ¿En qué forma se ha conseguido que [parte de] la población de Cataluña crea que se puede “desconectar” de España? ¿Cómo puede considerarse lícito gastar dinero público en hacer informes y más informes, crear “oficinas para la desconexión” e intentar justificar que desobedecer las leyes del Estado es lo más normal en democracia porque se está construyendo, al margen de toda legalidad, otro “estado”?

Durante estos últimos años hemos perdido colectivamente todo referente lúcido y ético. La corrupción no ha sido solo económica. Visto y oído lo que aparece en los medios, han conseguido también corromper los conceptos. Todo vale para algunos. Todo se justifica si se consigue lo que uno quiere. Cualquiera es capaz de decir la sandez mayor del mundo subido a un estrado, detrás de un micrófono o delante de una cámara. El insulto trasciende al diálogo. No hay educación, en el sentido profundo de la palabra, en lo que algunos consideran, y formalmente lo es, la generación más titulada de la Historia.

Se trata de ir socavando las instituciones, entrando en ellas, directa o subrepticiamente, para ir emponzoñándolas hasta que mueran por efecto de ese veneno que, poco a poco, casi inadvertidamente, se va infiltrando por sus venas, paralizándolas, cambiando su naturaleza, impidiendo que desempeñen su función.

Un “golpe líquido” o “golpe blando” podríamos decir, acompañado (o no, que tampoco es estrictamente necesaria) de “mutación constitucional”, para no evidenciar abruptamente lo que se pretende. Como no hemos tenido en cuenta las advertencias de Bobbio en torno al concepto de ciudadanía, informada, consciente, activa y militante, incluso algunos llegan a la conclusión de que “el pueblo lo quiere”, puesto que directa o indirectamente muestra su aquiescencia a lo que el gobernante de turno, gatopardianamente hablando, le propone como opción democrática, de democracia “avanzada”.

En esta estrategia, ni tan siquiera es necesario oponerse frontalmente al modelo constitucional vigente, pero sí irlo cuestionando, erosionando, ahora una institución, luego otra, penetrando en ellas como quien asalta los cielos, provocando cambios en su funcionamiento ordinario, incluso al margen o en el filo de la ley, es decir, generando de facto mutaciones constitucionales.

Estas mutaciones se producen cuando quienes ocupan los cargos públicos determinantes, llegan a la conclusión de que no es posible o conveniente realizar un cambio formal en la Constitución, reformándola conforme a los procedimientos establecidos y se la cambia por la vía de hecho, haciendo parecer que no se la cambia, pero tergiversando su significado. Como bien ha advertido la doctrina constitucional desde hace largos años, desde Jellinek o Laband hasta Mortati o Hesse, cuando se produce una mutación la Constitución no cambia su texto, pero sí su significado y, sobre todo, su aplicación. Cuando las mutaciones tocan techo, en un proceso de deconstrucción institucional, entonces ya se puede derribar el sistema o hacerlo irreconocible.

De este modo, no es necesario contar con la mayoría. Una minoría bien organizada, situada en puestos estratégicos, puede llevarse el gato al agua sin que el resto se decida a pestañear. Se pudo apreciar claramente durante el ascenso de los totalitarismos en el período de entreguerras del pasado siglo. El “estado total” de Schmitt, dirigido, como bien evidenció Arendt, a lograr la hegemonía mundial, utilizó todos los recovecos del sistema para hacerlo suyo.

La araña fue tejiendo su tela, envolviendo melifluamente a sus víctimas y, saliendo de los recovecos de la primera fase, tomó posesión del suculento manjar que para ella representa el ejercicio continuado de ese poder contaminado. Hasta que no fue vencido militarmente y se regresó al ejercicio constitucional del poder, los derechos y los deberes. Incluso tuvieron que reinventar a los tribunales constitucionales e insistir en que el Poder Judicial tenía que ser independiente.

Creímos, con ello, que las constituciones eran normas jurídicas aplicables, que ya no eran lo que Lassalle denominó en su época “una hoja de papel que podía llevarse el viento”, sino que ahora regulaban con eficacia la organización del poder y los derechos y deberes ciudadanos. Habíamos examinado con lupa los problemas habidos en el período de entreguerras del siglo pasado para evitar que se volvieran a producir, tanto en el interior de los estados democráticos como en el contexto internacional.

Pero algo se nos ha escapado cuando esa Constitución, a la que considerábamos normativa, se está quedando, en la terminología de Loewenstein, en constitución semántica, con el aplauso complacido de los que procuran que todo cambie para que todo siga igual. Así, por ejemplo, defendemos sin empacho en la UE las energías que hemos denostado en España. Todo vale para ocupar un sillón europeo.

Todo cambia en esa Constitución que quieren dejar en semántica, es decir, en un texto cuyas disposiciones y conceptos no se aplican o se aplican torticeramente, pretendiendo que digan lo que no dicen y retorciendo su significado mediante un relato que solo es creíble si se le quiere creer por ser “el nuestro”, sentimentalmente adoptado, fuera de los límites del conocimiento y de la razón.

¿Es creíble afirmar que la delegación de competencias en materia de migraciones y control de fronteras es constitucional, acerca la democracia a la ciudadanía y es propia de un Estado federal? ¿Es creíble que, en un Estado federal, como quieren tomar como modelo, existan “regímenes singulares” de financiación para entes territoriales privilegiados, originando discriminaciones palpables para quienes no están invitados al festín? ¿Es creíble afirmar que la idea de construir “pueblos” asimilados a naciones mediante imposiciones lingüísticas, desprecio a los símbolos comunes o tergiversaciones históricas en la educación, discriminaciones en derechos que tendrían que ser garantizados en igualdad en todo el territorio, tiene cobertura constitucional?

¿Es creíble orillar al Parlamento en un régimen que constitucionalmente es parlamentario? ¿Es creíble afirmar que el gasto social no se va a ver afectado por los compromisos europeos, cuando ni tan siquiera se es capaz de presentar los presupuestos al Parlamento?

Puestos a rizar el rizo, sigamos, en esta línea de relato placentero, haciendo el ridículo internacional. ¿Qué no nos gusta que en la Unión Europea se hable de “rearme”? Pues lo sustituimos por cualquier otro eufemismo más al gusto de los timoratos en que pretenden convertirnos. Y si tenemos que justificar que aumentamos los gastos de defensa, pues disfracemos al cambio climático, la gestión de la protección civil o lo que se nos ocurra, les ponemos botas y galones y decimos que con ello llegaremos no al 2% requerido sino incluso al 4 o 5%.

De ahí que, a nuestra pobre Constitución semántica, a la que han negado el concepto de “militante” para que no podamos defenderla, le queden pocos recursos para mantenerse, siquiera nominalmente. Aunque todavía quedan jueces en Berlín, digo en Sevilla, para intentar que, al menos en la jurisdicción europea, donde es posible que el Estado de Derecho no esté tan capitidisminuido como aquí, prevalezcan el Derecho y la razón. En estos tiempos tan oscuros, a algo tiene uno que aferrarse.