Leí hace poco en el libro La personalidad creativa del psicólogo americano Abraham Maslow que en esta sociedad nuestra quien sobrevive es aquel capaz de adaptarse.
Ya Darwin nos lo había advertido, no será la especie más fuerte, sino la que mejor se adapte a los cambios y al medio en el que se desenvuelve la que logrará perpetuarse. Maslow aboga por que nos transformemos en personas que no necesiten parar el mundo, congelarlo y estabilizarlo para encontrar su seguridad, aferrándonos al pasado como la única posibilidad de supervivencia. Menciona la época de nuestros padres, cuando esta seguridad era un valor en alza.
Se nos educó o me educaron en que lo seguro es lo bueno, debíamos tender a la estabilidad y huir de todo cuanto no nos la proporcionara. Cada cambio generaba desconfianza si hacía tambalear lo establecido. Me refiero a esa dicotomía entre seguridad y libertad con la que hemos tenido que bregar a lo largo de los años. En la época de nuestros padres un cambio de profesión a mitad de camino resultaba cuanto menos poco frecuente, y las posibilidades de permanecer durante toda una vida laboral en el mismo centro de trabajo eran muchas. Quizá por eso ante cualquier incertidumbre aún nos angustiamos. A veces los cambios son más veloces que la capacidad para acostumbrarnos a ellos.
Hoy no dejamos de oír la palabra resiliencia, esa gestión emocional de lo desconocido y de lo adverso. Afrontar el mañana con confianza, continúa el psicólogo americano, aunque no conozcamos lo que nos deparará, seguros de nosotros mismos para poder improvisar en una situación a la que no nos hemos enfrentado antes, es el reto del hombre moderno. La vida siempre ha sido esa caja de bombones de la película Forrest Gump, nunca sabías cuál te iba a tocar, me viene a la mente tras leerle. No es nada nuevo, quizá solo la manera de hacerle frente. Aunque es cierto que los cambios no sucedían tan deprisa como ahora.
Los de mi generación hemos pasado en menos de cincuenta años de estudiar con la enciclopedia en la estantería a la era de la inteligencia artificial. Fascinante. Cada día surgen avances con una rapidez estrepitosa. El nuevo ser humano en el que tenemos que convertirnos, termina Maslow, ha de ser un hombre heraclíteo. Efectivamente, parece que no es nada nuevo. Heráclito, el oscuro, fue un filósofo presocrático que nació allá por el 535 a.C y nos dejó una enseñanza central: todo fluye (panta rei).
Es justo la frase que suele decirme mi amiga que vive en una isla griega cuando trato de organizar cada uno de los días de mi visita y ella responde: que fluya, ya iremos viendo. La única constante en el universo es el cambio. Vivimos en un río en continuo movimiento donde no es posible bañarse dos veces en las mismas aguas. Los choques entre viejas estructuras y nuevas ideas son la base de la evolución social y cultural. El conflicto es el comienzo de todas las cosas, decía Heráclito, como motor creativo que impulsa el cambio.
El fracaso tan temido puede hacer que entremos en nosotros mismos y examinemos todos los recursos de que disponemos. Convertirnos en personas que puedan navegar por el cambio con fluidez debería de ser nuestro objetivo y hoy se revela como una de las claves más necesarias para nuestra supervivencia tanto emocional, como social y cultural. El escritor Joseph Conrad en su maravilloso libro El espejo del mar, donde compara nuestra existencia con la experiencia marinera, ya nos apuntaba que el viaje de la vida, tanto en tierra como en mar, es también aprender a ir a la deriva. Se trata ni más ni menos que de un viaje de autoconocimiento. Emprendámoslo.