Opinión

Concierto yonqui-zombi telefónico en el metro de Madrid

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Hay un palabro de origen griego con el que se puede definir, con pasmosa precisión, el signo de nuestro tiempo: “Anomia”. Significa “ausencia de ley”. Émile Durkheim, uno de los padres de la Sociología, fue el primero que utilizó el concepto para describir cómo la falta de normas “hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo su cordial integración”. En su opinión, un sistema anómico es el que no logra esa integración y no proporciona un orden estable que permita el desarrollo del individuo y del grupo. Por su parte, el neurólogo, psiquiatra y escritor español Carlos Castilla del Pino señalaba que la anomia es, “sencillamente, la soledad a que como grupo o individuo vamos abocados en virtud de las exigencias de nuestro sistema social”.

La modernidad líquida de Bauman es cosa vieja. El capitalismo más salvaje, ese Frankenstein progre, cool y, sobre todo, rentabilísimo, está a punto de culminar un proceso de vaporización social –más bien, asocial– que, paradójicamente, busca modelar un colectivo informe, ovino y manso, con sujetos embebidos de sí mismos, desvinculados absolutamente del prójimo y, he aquí el quid del negocio, enfermizamente dependientes de una suscripción a una plataforma de ocio, de un perfil de Instagram o de un influencer que, siempre previo pago, ofrece contenido exclusivo. Lo vemos clarinete en el tránsito que va de la televisión, un aparato opiáceo, sí, pero que congregaba a la familia –en su momento, un tal Berlusconi lo entendió como nadie y se hizo aún más multimillonario–, al smartphone unipersonal y alienante, un secuestrador más sofisticado y sutil de inteligencias y de almas.

A priori, a mí, hablando en plata, que la tropa se vuelva gilipollas me la trae bastante al pairo. En general, estos zamuzos –perdonen el mancheguismo– suelen ser inofensivos y, hasta cierto punto, vilmente entrañables. Tipos que se enrolan en un barco de Greenpeace para librar a las ballenas de los perversos furtivos japoneses y que, a la vez, aparcan a sus padres en una paupérrima residencia de ancianos y sólo los visitan cuando tienen problemas para llegar a fin de mes porque Netflix les ha subido la cuota, etcétera.

El problema asoma cuando te codeas con estos cenutrios, porque no tengo complejo de Thoreau y cohabitamos en el mismo ecosistema, y, claro, te dan por saco. De una manera consciente o, todavía peor, inconsciente, y asoma la anomia de la que hablábamos al comienzo del artículo. Cuando un sujeto, ciego perdío de ego, distorsiona la realidad compleja y pluralmente compartida y se olvida, si es que alguna vez lo supo, de que el mundo va más allá de un pronombre en primera persona del singular.

Un paradigma de estos especímenes son los fulanos, las menganas y les zutanes que en el Metro de Madrid ponen el volumen de su móvil como en una sesión de DJ Nano. Peña que cree que el civismo es el nombre de una compañía de seguros y que atufa una grosería desacomplejada e, insisto, inconsciente: en su conducta no hay maldad, sino ignorancia. O sea, tú estás en un vagón y, a tu lado, hay un maleducado impasible pegado a un teléfono con subwoofer escuchando un podcast de Jordi Wild o viendo a una mentecata con un serio trastorno de personalidad llamando “hijo” a su zorro del desierto, un fénec convertido al veganismo y con graves problemas de desnutrición. Estos tíos y estás tías son legión, una plaga mayor que la de las cotorras argentinas, y cabalgan a su puta bola, como el caballo de Atila, evitando que la hierba vuelva a crecer por donde ellos pisan.

A Dios gracias, he encontrado la forma de neutralizarlos: jugando a su mismo juego. Va un caso práctico: el pasado domingo, cojo el metro en Argüelles, línea 4, rumbo a Goya. Una pareja de veinteañeros pone el último hit de un reggaetonero con disartria a toda hostia, porque ellos lo valen y tal y cual. Cuando llevan casi dos minutos de peñazo, desenfundo –yo también soy un hombre armado– mi teléfono, entro en Youtube y escribo: “Raptor sounds”. Contrarresto el mami tómame con los rugidos de los velocirraptores de Jurassic Park. Muchos pasajeros me miran; alguno me capta la trastada y, cómplice, sonríe. Por su parte, los yonqui-zombis, impasibles, siguen a lo suyo. Cuando termina la canción, silencio a los dinosaurios. Pero la incordiante pareja vuelve a la carga con otro vídeo y, en el instante, recupero a los velocirraptores. Me miran, les miro y, oh, milagro, se dan por aludidos y su canción deja de sonar; mis dinosaurios, también. Y victoria canto, carajo. Victoria.

Así pues, querido lector: si algún merluzo le molesta con un home cinema telefónico en el transporte público, ya sabe un truqui para paliarlo. Frente a la anomia vocinglera, reivindiquemos el respeto hacia los demás, que somos todos nosotros.

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