Hoy mi amiga Bea, que vive en Valencia y lleva una semana de voluntaria en la parroquia de La Torre, me ha gritado al despedirnos: “Estamos hechos para la resurrección, no para la cruz”. Es así: estamos hechos para el bien. Estamos hechos para la belleza. Y, sin embargo, pocas veces hablamos de la Belleza, así con mayúsculas, como una abundante fuente para entrenar nuestra sensibilidad. Para convertirnos en la “justicia” que anhelamos, para encarnar la tregua que deseamos.
Pero ¿qué belleza se esconde en las toneladas de barro que recubren con su manto putrefacto los 5,4 kilómetros que van del Puente de la Solidaridad a Albal? ¿Podemos afirmar, como canta Xoel López, que “del lodo crecen las flores más altas”? ¿Hay una “positividad tóxica”, una frivolidad burguesa o incluso una romantización de la tragedia cuando afirmamos que en los corazones de los afectados por la DANA hemos visto esa Belleza? ¿Consuela o desampara la expresión “sols el poble salva al poble”?
La primera noche que acudí a Valencia para informar sobre el desastre provocado por las inundaciones, mis amigos Cata y Guillermo me abrieron las puertas de su casa y me invitaron a cenar junto a sus cuatro hijos. Todos llevan desde el primer día organizándose para acudir a ayudar a las zonas más afectadas, y en el descansillo han montado un “vestidor” improvisado lleno de botas con barro, capazos, palas y cepillos. Durante nuestro tiempo juntos me hablaron de un texto de Lévinas que dice: “Soy yo quien soporta al otro, quien es responsable de él. Así, se ve que en el sujeto humano, al mismo tiempo que una sujeción total, se manifiesta mi primogenitura. Mi responsabilidad es intransferible, nadie podría reemplazarme”.
Dos días después, Guillermo montó un albergue improvisado para acoger a todos los policías que acuden a Valencia como voluntarios. “Somos seis amigos, y hemos montado en 48 horas un albergue para 140 personas en la fábrica de uno de nosotros. Una locura”, me cuenta. Porque la responsabilidad es intransferible. Porque nadie podría reemplazarnos. Este “soy yo quien soporta al otro” lo entiendo perfectamente cuando atravieso el casco antiguo de Catarroja. Hay una zona llamada “Las Barracas” porque era donde dormían los lugareños antes de que la riada de 1957 se llevara sus humildes chabolas. Muchas de las personas que vivieron aquella pesadilla la han revivido con la DANA del día 29. Pero Carmela, desde la puerta de su casa, de la que no ha salido en una semana, me abraza y me da besos en el pelo, como si fuera su nieta. “No tengo nada, pero soy rica”.
“Soy yo quien soporta al otro”. Del latín supportāre, soportar significa ‘llevar de abajo arriba’. A mí me gusta más “llevar en el corazón”. Queriendo a estas personas, llevándolas conmigo cada día, acordándome de ellas o apuntando sus direcciones para que mis amigos voluntarios que vendrán mañana puedan darles un abrazo de mi parte o para que dentro de un mes puedan recibir una postal mía, me hago responsable de ellas. Son responsabilidad mía. Es decir, estoy llamada a responder por cada una de ellas.
En mi corazón está Antonia, la mujer mayor de Paiporta que me pedía que me quedara hablando con ella. Están Isabel y Pilar, que cocinaban paellas y guisos para sus vecinos en Alfafar. Está Fernando, al que sus vecinos salvaron la vida tirándole una manguera desde el piso de arriba. Están Lourdes y su bebé, Angelina. Están Mariana y Pilar. Está Salva, el párroco de La Torre. Está Felián, que quería montar un negocio con sus barquetas para dar paseos por la Albufera y ahora flotan libres, quizá ya en el Mediterráneo, y su perro Okan, que se ha hecho viral en TikTok mientras su dueño no tiene un duro. Están mis amigos valencianos, que se desviven por su terreta: Pilar, Patri, María, Sandra, Carmen, Afri, Irene, Macarena, Angie, Lucía, Amparo, Selma, Julio, Silvia, Alexia, Belén, Blanca, Borja…
Con todos ellos dentro, tengo el corazón lleno. Y, sin embargo, inexplicablemente ligero.