Opinión

Comelágrimas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Podría empezar este artículo como el hermoso libro de Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, que leí en mi infancia: Comelágrimas es pequeña, peluda, suave, tan blanda por fuera que se diría toda hecha de algodón, que no lleva huesos. ¿Recuerdan? Y los ojos azabache, duros como escarabajos de cristal. Pero los de Comelágrimas son marrones, redondos, vivos. Y cuando los busco, se fijan en los míos. Con su mirada me habla, me pregunta, ¿de verdad te vas de casa y no me llevas contigo? Hace siete años la encontré en una fotografía de Mil anuncios, luego viajé hasta un pueblo cercano a Gandía, porque ella es valenciana y, en cuanto la vi, correteando con sus hermanas detrás de su madre, lo supe. Ella era mi perra. Una teckel miniatura de pelo duro, jabalí, porque tiene el color ocre del campo recio donde se caza. Su nombre verdadero es Peca, pero se ha ganado el apodo de Comelágrimas porque llegó con un detector de la tristeza, de las penas, que chupa para llevárselas. Cuando mi hija llora no deja de lamerme cuello y rostro hasta que la niña pasa del llanto a la risa. Comelágrimas va a sufrir una subida de tensión de tanta sal si no encuentras consuelo, le advierto. Y eso que soy partidaria de llorarlo todo y llorarlo bien, al estilo del poeta Oliverio Girondo.

Comelágrimas es tierna, bulliciosa, fiel. El cariño de los animales es inquebrantable. Adora meterse en las maletas para asegurarse una plaza en los viajes, dormir arremolinada entre mis piernas o en mi almohada, sentirse parte de la manada que siente suya. Sufre siempre que alguno de sus miembros se marcha. Si se baja del coche o se baña en el mar.

Me gusta contemplarla cuando corre por la playa tan rápido que sus patitas cortas parecen no tocar el suelo, como si volara. Comelágrimas vuela con las orejas al viento, el hocico fresco y los ojos brillantes. En el sur de Portugal, donde estoy pasando unos días, en la isla de Culatra, hay playas donde solo se accede en barco, playas solitarias que la marea baja convierte en marismas plagadas de gaviotas y garzas dejando un rastro de conchas blancas y diminutas caracolas sobre la arena blanda. Desde el pequeño barco de madera en el que navego, ella avista los pájaros, los huele. Se asoma por la borda, ladra, mueve el rabo. Cuando estamos cerca, la dejo en el agua con el chaleco salvavidas y nada hasta la orilla. El cielo se cubre con una tormenta de gaviotas mientras Comelágrimas trata de volar para alcanzarlas. Río, bato las palmas, siento que me lleno de alegría. Poco después, bajo la sombrilla, mientras ella hace un agujero para echarse sobre la tierra fresca, pienso en el poder curativo del amor, en el bienestar que procura rodearnos de nuestros seres queridos. Pienso en la importancia de crear vínculos afectivos con otras personas y si esto no fuera posible, si alguno de ustedes comparte la opinión de Lord Byron –cuanto más conozco a las personas más me gusta mi perro– con un animal de compañía.

El matemático estadounidense John Forbes Nash, en su discurso al otorgarle el Premio Nobel de economía, en 1994, dijo: mi búsqueda me ha llevado de lo físico a lo metafísico, pasando por lo alucinatorio y vuelta a empezar, para hacer el descubrimiento más importante de mi carrera, de mi vida: solo en las ecuaciones misteriosas del amor se encuentra la verdadera lógica, la auténtica razón de nuestra existencia.

Así es.