Anda Emmanuel Carrère, quien se halla entre mis cinco escritores favoritos del mundo mundial, acumulando menciones en los medios patrios como un figurante involuntario. Desde hace varias semanas, numerosos periodistas, no sólo culturales, comparan su extraordinaria novela El adversario (Anagrama, 2000) con El odio (Anagrama), el libro nonato –al menos, mientras escribo– de Luisgé Martín sobre el infausto José Bretón.
Invoco a Carrère, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2021, por una cosa que nada tiene que ver con el terrible filicida andaluz, sino que responde al nombre de Semana Santa, periodo no sólo vacacional –¡habrá quien se sorprenda!– en el que los cristianos, por muy finstros pecadores de la pradera que seamos, conmemoramos la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret, un artesano galileo que, muy grosso modo, predicó por la provincia romana de Judea, hizo un saco de milagros y, previo paso por la cruz, resucitó, o sea, que le torció el brazo a la parca para que judíos y goyim (“gentiles”) creyeran en la vida eterna.
Creer en la acción de resucitar, es decir, apostar no ya por la idea, sino, en último término, por la acción de “devolver la vida a un muerto” (DRAE), es bastante jodido. Tangencialmente, porque se centra en las figuras de san Pablo y de san Lucas, Carrère aborda el asunto de la resurrección en una obra fascinante: El Reino (Anagrama, 2015). El novelista no cree que Jesús haya resucitado, y me parece lógico. Sin embargo, tal y como escribe, que alguien lo crea, “me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista”.
Este enfoque del francés es el que más me interesa. En general, cuando los escritores y los periodistas –dejo al margen a teólogos e historiadores de la religión– se meten en este tipo de fregaos, lo hacen desde cuatro puntos de partida: 1) el proselitismo más cansino y capillita que, más que acercar, espanta; 2) el ateísmo recalcitrante, no pocas veces cutre, revestido de no sé qué superioridad; 3) el del agnóstico puro rollo Ciudadanos –en paz descanse el partido– inocuo, cómodo y alérgico a la mancha, y 4) el del curioso, el del individuo que, al margen de sus creencias, busca, se rebate y se desafía a sí mismo, recorre un camino al margen de que llegue o no a su destino. Carrère parte de este último.
A diferencia del fabuloso novelista, yo sí que creo en la resurrección. Los católicos más fieles hablan de “don”; yo, de voluntad, de acto de fe. El tema fue difícil de digerir desde el principio. En El Reino, Carrère se hace eco de un debate crucial entre los cristianos del siglo primero: “Lo esencial, repetía incansable Pablo, es creer en la resurrección de Cristo: el resto se da por añadidura. No, responde Santiago (…): lo esencial es ser misericordioso, socorrer a los pobres, no darse ínfulas, y quien hace todo esto sin creer en la resurrección de Cristo estará siempre mil veces más cerca de él que alguien que cree en ella y se queda con los brazos cruzados”. Supongo que Santiago tiene más razón que Pablo. Simpatizo más con su parecer. Pero sólo supongo…
En fin, si están anémicos de lecturas esta Semana Santa, ya saben.