Las luces del escenario se atenúan aún más. El montaje del Teatro Marquina de Madrid sobre Chavela Vargas, la última chamana, escrito y dirigido por Carolina Román, se alimenta de múltiples recursos para levantar la emoción en la piel del espectador. El final es uno de ellos. Todas las actrices que encarnan a Chavela en sus distintas edades aparecen sobre el escenario. Chavela ha llegado a un acuerdo con “la pelona”, que es como deben de llamar a la muerte en México. Todavía no es tiempo, pelona, no vengas, le dice una y otra vez. Pero la pelona no es nuestra figura descarnada, envuelta en un hábito oscuro y armada de guadaña. No. La pelona es una dama con polisón, vestida de rojo y verde, como salida de un cuadro de Frida Kahlo, a quien Chavela amó. En un momento sobrecogedor, nos piden al público que cantemos con ellas La Llorona. Que cantemos por las mujeres desaparecidas en México, contra la violencia de género en cualquier lugar, en cualquier país. Mujeres y hombres, todos a una. Suben los voltios de la energía en la sala, suben los voltios de la emoción. Es lo que tiene el canto, el sentimiento de hermandad que es capaz de generar incluso con gente desconocida, por una causa común. Chavela hablaba con la muerte. Pero también con los vivos. Y lo hacía a través de su garganta, que no cantaba para complacer, sino para exorcizar. Cantaba desde la herida.
Vayan a ver el espectáculo de Chavela si viven o se acercan a la capital. El poncho, ese poncho inconfundible, no es aquí un simple vestuario. Se convierte en símbolo, en un mapa de vida, en un estandarte emocional. Es la piel de Chavela. Pasa de una actriz a otra para construir el puzle de su historia, es un nexo narrativo con el poder de dar vida. Cada vez que una lo alza, lo deja caer sobre sus hombros, el personaje se encarna: ya no es ella, es Chavela. De niña, de joven, de mujer madura, de anciana. No bastaba una actriz para contarla. Chavela necesitaba muchas voces, muchos cuerpos, como si cada una llevara una parte de su alma. Me fascinó Luisa Gavasa en el papel de una Chavela ya envejecida. Era la voz, tenía la voz y esos ademanes de Chavela que había visto en la televisión, porque no tuve la suerte de verla en directo. Pero en este escenario, el espectador camina por un mundo onírico, una línea delgada entre la realidad y la fantasía. Es puro realismo mágico. Entramos en el ensueño de Chavela, en su memoria, en sus amores, en su filo aguardentoso. En esa manera suya de romperse para crear. Ella decía: “Hay que romperse el alma para poder crear, no es fácil, no se da todo de un día para otro, la vida es un parto eterno, pero así es. El individuo humano no tiene que estar anclado a nada, el que está estacionado no crea nunca”.