Opinión

ChatGPT y el duende lorquiano

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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En el último mes la inteligencia artificial ha entrado en mi vida en forma de pregunta. ¿Supone una amenaza a la supervivencia de los que nos dedicamos a juntar letras? ¿Escribirá las novelas y ya no haremos falta? Estas son algunas de las cuestiones que me han planteado varios periodistas, pues continúo con el nomadismo que durante unas semanas supone la promoción de un libro. Además, hace poco una buena amiga me había aconsejado que me abriera una cuenta en ChatGPT y lo probara: da muchas ideas para estructurar textos y puede ser una fuente de inspiración, me aseguró.

Recuerdo que al pensar en ello sentí que me embargaba cierto pudor, cierta sensación de que aquello no era correcto, como si se tratara de un engaño. Más tarde, debió de entrar en juego el orgullo, el ego que nos atribuyen a los creadores, porque me vino a la cabeza que yo no necesitaba un negro virtual, podía generar contenido sin que me ayudaran. Parecía convencida de mi decisión, cuando me asaltó la duda de si no estaría cerrándome a los nuevos tiempos y haciéndome mayor, si no sería esa la misma actitud de dinosaurio obstinado por la que me había resistido a probar el libro electrónico durante un tiempo.

Tras decidir que mi pasión fetichista por el libro nada tenía que ver con negarse a las novedades, me pudo la curiosidad y me abrí una cuenta de ChatGPT. Al poco tecleé como un demiurgo que me escribiera un artículo sobre el tema que me traigo entre manos. En segundos, mágicamente, apareció en la pantalla. Comenzaba: en la era de la inteligencia artificial, las fronteras entre lo humano y lo artificial se desdibujan constantemente. De veras sucede eso, me pregunté.

En los siguientes párrafos enumeraba las dudas más comunes a las que nos enfrentamos para acabar exponiendo que la AI carece de experiencia humana, de capacidad de introspección para la escritura. Respiré, aliviada. Esa era la puerta de salvación para los creadores. La AI puede crear contenido al instante, estructurar sin que le tiemble el pulso, pero le falta espíritu, creatividad, esa chispa humana que da vida al gólem, me dije. Le falta como diría Lorca: duende.

Rápida, eficaz, pero sin alma. Actúa como una psicópata de la creación: fría, sin culpas, ni remordimientos de conciencia. No le afectan las expectativas, no tiene que lidiar con las angustias y delirios propios del escritor, los bloqueos ante el vacío blanco o negro, las inseguridades o las seguridades absolutas, ya lo dijo Monterroso, cuando tengas dudas cree; cuando creas, ten dudas, ese es el equilibrio de un buen escritor. No procrastina, no sufre, ni goza, por supuesto, no se le ponen los cables de punta, si me permiten la expresión, cuando le visitan las musas y deja de ser ella para convertirse en personaje.

El duende, contaba Lorca que le había confesado un viejo guitarrista: sube por dentro, desde la planta de los pies, es cuestión de sangre, parece que no de nube, ni de cables, de viejísima cultura. Es un poder misterioso que ningún filósofo se explica, la verdadera lucha, en el acto de creación, es con el duende.

Así que de momento parece que estamos salvados. No es más que una herramienta sin alma, hija de la evolución y del progreso nacida para facilitarnos el oficio. Sin embargo, no me cabe duda de que no se detendrá aquí. ¿Conseguirán convertir al duende lorquiano en un logaritmo? Y si así fuera, ¿Sería la inteligencia artificial, autora de lo creado? Podría ser el argumento de una no tan lejana distopía.

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