El contenido de la carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez convulsionó de tal manera a España que nadie estaba para reparar en el formato, aunque a mí me llamó la atención. Para comunicarse, el presidente del Gobierno se decantó por una misiva con su fecha, su despedida y su firma incluida. Sólo el nombre, nada del cargo. El sistema para enviarla ya fue otro, claro. No estuvo esperando al cartero. La puso en redes sociales y su alcance se disparó.
El jefe del Ejecutivo podía haber optado por un comunicado, pero prefirió aprovechar este estilo más directo que genera cierta empatía. En definitiva, un texto personal, en el que se suelen expresar sentimientos, buscando la complicidad y cercanía del destinatario por muy lejos que esté.
Desde luego, para los que somos vintage, una carta es otra cosa. Hubo una época en la que era la única forma de permanecer en contacto con la novia o el amigo durante unas vacaciones. Ahora, es difícil de entender porque llevamos un móvil injertado y pocos consideran que el correo epistolar tenga su encanto, menos aún si el cruce de mensajes está escrito a mano.
Sin embargo, era algo entrañable. Todavía conservo cartas de mis abuelos, en las que hablan de dinero y temas domésticos. También de mi madre, con algún dibujo. Muchas de amigos, bastante divertidas. Y, la verdad, ninguna romántica porque, en mi caso, no se aplica lo que recomendaba Joan Margarit: “No tires las cartas de amor/Ellas no te abandonarán (…) El ruido en los cristales acabará por ser tu única música/Y las cartas de amor que habrás guardado serán tu última literatura”.
Yo me quedo con un libro. Por cierto, que de este tema hay muchos. Por ejemplo, un par de recopilaciones de las cartas de Wisława Szymborska que son una delicia. Recuerdo que hace años, en plena campaña electoral, coincidí con Íñigo Errejón en el asiento de al lado en el avión. Me hizo gracia que estuviera leyendo un ensayo de alguien cuyo nombre era una suma de consonantes impronunciable. Entonces, me pareció de lo más intenso. Pero, las vueltas que da la vida, aquí estoy yo ahora hablando de una autora polaca cuyo apellido no sé escribir sin copiar y pegar.
A esta mujer la redescubrí durante una baja. Fueron meses muy largos en los que una persona muy querida se dedicó a enviarme sobres con algunas líneas plasmadas en papeles de colores. Suficiente. No sabía cómo acertar y decidió que así me iba a acompañar. No todo el mundo sabe qué decir o qué hacer en los momentos difíciles. Y, por supuesto, hay gente que no se deja. Pero, un consejo, siempre es mejor estar que no estar.
La cuestión es que lo más simple, emociona. Aunque eso ya lo viví en un viaje a Cali (Colombia), donde conocí a los escribientes. Me quedé fascinada con ellos, escuchando el repiqueteo de las teclas de sus mastodónticas máquinas de escribir. Parecía que tocaban el piano con otra música.
Desempeñaban su oficio en una céntrica plaza, bajo sombrillas, compartiendo pitillos entre compañeros. Cada vez eran menos porque las nuevas tecnologías les iban barriendo. Pero, a pesar de ello, algunos resistían, pegados a las instituciones públicas con el fin de ayudar a rellenar formularios o elaborar contratos.
Desde una factura a una tesis, pillaban una hoja en blanco, se detenían a colocar con cuidado la cinta y, al tiempo, iban contando historias.
Como aquella en la que un muchacho acudió a pedir unos párrafos para su madre. Estaba lejos de casa y no quería tenerla preocupada. No todo iban a ser gestiones burocráticas. Así que tomaron buena nota de sus palabras y pusieron énfasis en que todo iba bien, aunque el encargado de la faena no levantaba la vista del dictado porque sabía bien que ya estaba todo perdido. Me confesó, en un susurro, que no había podido cobrarle. Y es que eso también pasa, hay cartas muy difíciles de redactar.