Opinión

Carga mental

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Un buen día descubrí que estaba haciendo la lista de la compra de una forma un tanto peculiar: en una amplia sala, a oscuras, tumbada sobre una esterilla, respirando al son de otras personas que no conocía de nada. Fui a probar el ‘mindfulness’ y aunque a mucha gente le viene bien para alcanzar la serenidad, conmigo no funcionó.

También puede ser que ir al supermercado fuera más importante que concentrarme en mí misma. Las mujeres, por naturaleza o por obligación, suelen dejar todo de lado para ocuparse de los demás. ¿Y quién cuida de la cuidadora? Esa es la cuestión.

El síndrome de la mujer agotada se va extendiendo. “Estoy cansada”, es la frase que más escucho a mi alrededor últimamente. En ocasiones, no hace falta verbalizarlo. Basta con fijarse en los ojos tristes y apagados de la interlocutora. Algunas no pueden más con el trabajo y otras, con la familia. La combinación de ambas responsabilidades desemboca en saturación.

Sea cual sea la razón, el caso es que en todas ellas hay algo en común: la carga mental. La orfebrería para encajar una agenda debería destacar en la experiencia laboral. Me hace gracia cuando leo eso de capacidad de liderazgo y coordinación de equipos. Mira a una madre con tres hijos y luego hablamos de directivos. A planificación y organización, no la gana nadie.

Multitarea y reina de la previsión, esa podría ser la definición correcta para una mujer que es capaz de vaciar el lavavajillas y hacer sentadillas, aprovechando que se calienta una infusión en el microondas. ¿Cómica? No me rio. ¿Exagerada? Seguro que más de una se ve reflejada en esta imagen o en otra similar. El orden de los factores no altera el producto.

Todo se resume en un no parar, no respirar y no pensar. Eso es gestión de crisis. Entre tanto infinitivo cuesta mucho conjugar el verbo amar y aun así nuestro amor es infinito.

Cuando una mujer sale de casa, parece una porteadora: bolso, ordenador, túper, la mochila con las cosas de gimnasia que jamás va a utilizar… Lleva todo el kit y vive en un equilibrio permanente en el que la carga se hace cada vez más pesada. Hay que acabar el informe del jefe, ir a por el niño al colegio, pensar en las comidas de la semana que viene, gestionar el siguiente viaje, tender la colada, ajustar las cuentas y pagar un recibo. Las preocupaciones caen en cascada y hasta el más mínimo detalle pasa por el cerebro femenino. Aunque llega un momento en que los calendarios colapsan y toca renunciar a algo. Ese algo, por supuesto, eres tú.

Sin duda, esta situación termina pasando factura. Con el tiempo llegan las secuelas físicas y mentales. El primer síntoma se detecta con la pérdida de la autoestima, que obedece a la incapacidad de responder a la perfección absoluta que se nos demanda continuamente en todas las áreas.

Además, la conciliación es una quimera. Una palabra que proclaman los dirigentes políticos, cerrando actos a las nueve y pico de la noche (no sólo en campaña), mientras contemplan, sin ningún pudor, a las periodistas que tienen frente a ellos tomando buena nota.

Hace años reparé en un cómic de la francesa Emma Clit en el que reconocía muchas escenas de mi vida cotidiana. Sus viñetas ilustran perfectamente lo que significa tener que estar y llegar a todo. No hablaba del reparto de labores. Más bien de desigualdad.

De todas formas, no vale sólo con que los hombres hagan lo que les corresponde porque ya lo están haciendo en muchas casas. También hay que reconocer que es un problema nuestro y aprender a delegar. Es importante confiar en que los demás lo sabrán hacer bien y si no es así, no pasa nada.

Desterremos complejos y culpas. Llevamos tanto tiempo conquistando parcelas que no hemos reparado en que sólo nos falta la propia. Como dice Elvira Sastre: “No hay nada peor que sentirse olvidada/dentro de una misma”. Pongámosle remedio.