Opinión

Calles pensadas por mujeres

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Como tantas mujeres de una cierta edad, mi amiga R tiene a su cargo a su madre, de la que cuida con el mismo cariño con el que su madre la cuidó a ella de pequeña. Es una anciana vivaz y graciosa, pero con una movilidad muy reducida, que la obliga a depender de una silla de ruedas para salir a dar un paseo por su barrio de Madrid, sentarse en una terraza o pasar un buen rato en el parque cercano.

R se queja de lo difícil que resulta concederle a su madre esos pequeños placeres: el barrio en el que viven está hecho de calles estrechas, donde los coches aparcan a uno u otro lado, y a veces incluso a los dos y hasta en medio de los pasos de cebra. Las aceras no solo son diminutas, sino que están ocupadas por toda clase de obstáculos: farolas, postes de no se sabe qué, raíces de árboles, contenedores rodeados de residuos, automóviles subidos al bordillo, papeleras y paradas de autobús. Manejar la silla de ruedas por ese espacio se ha convertido para ella en una verdadera tortura en la que a menudo ambas se juegan su integridad física.

Imagino que muchas de ustedes se ven reflejadas en ese relato. Puede que ustedes mismas utilicen una silla de ruedas o cuiden de alguien que la necesita. O quizá son madres —o padres— obligadas a empujar las sillitas de sus niños como si fueran tanques y no el agradable cobijo que deberían ser. Salvo en lo referente a los automóviles, las condiciones urbanísticas de buena parte de nuestras ciudades y pueblos son lamentables para cualquier cosa que vaya más allá de desplazarse sobre dos piernas. Y a veces lo son incluso para eso.

Cuando se ven en un apuro, la madre de mi amiga suele afirmar que eso no pasaría si las calles las hubiera pensado una mujer. Y seguramente tiene razón. Pero, como casi todos los órdenes de lo humano, los espacios en los que vivimos han sido planificados por hombres: son ellos los que han tenido el poder y el dinero, características imprescindibles para decidir el ancho de una calle, el lugar de una plaza o la altura de las casas que la rodean. Ellos han ostentado durante siglos el mando señorial y el municipal y han encabezado las profesiones y los oficios en los que se ha basado la planificación de nuestros espacios urbanos.

El urbanismo ha respondido a las concepciones de la vida, las necesidades y los sueños de los varones. Y ocurre que, con frecuencia, sus ideas sobre lo que debe ser una ciudad ha tenido poco que ver con lo que necesitamos las mujeres, y se ha basado en cosas como la demostración de la riqueza, la autoridad y las jerarquías socioeconómicas, además de la organización para la defensa, tanto externa como interna, obviando otras que a nosotras nos resultan fundamentales.

Por no hablar de la relevancia otorgada a lo largo del siglo XX al automóvil, ese artilugio que, durante mucho tiempo, fue casi en exclusiva propiedad del género masculino, y en buena medida uno de sus atributos principales. Aunque las últimas décadas han visto cómo entraba en crisis ese ideal urbano que terminó por convertir las ciudades en una trampa incómoda, contaminante, ensordecedora y destrozadora de los nervios, las mujeres aún tenemos muchísimo que decir en lo referente a la planificación urbana, una actividad que a veces nos parece invisible, misteriosa, pero que afecta y define nuestro día a día.

Los estudios, las encuestas y los trabajos teóricos desarrollados por las urbanistas —todavía demasiado escasas— demuestran que nuestro modelo de ciudad es muy diferente del planificado por los hombres. Con nuestro bien asentado sentido práctico para lo cotidiano, nosotras pensamos más en la facilidad para desarrollar las actividades comunes sin sentir que vivimos en la selva. Priorizamos la comodidad y el funcionamiento a pie, ya que, en general, usamos menos el coche y caminamos más por las calles, haciendo recados o atendiendo las necesidades de nuestros pequeños y nuestros mayores.

Y tenemos en cuenta cosas tan simples —e importantes— como el cochecito del bebé o la silla de ruedas de nuestro padre, los bancos para que las ancianas puedan descansar en cualquier rincón de una calle, la cercanía de todos los servicios básicos, la reducción de la contaminación, el parque en el que jueguen los niños o la seguridad que nos otorga en las noches la iluminación, porque queremos poder volver solas a casa.

Creemos en ciudades más humanas y menos hostiles, así que sí, necesitamos que cada vez más mujeres se incorporen a la planificación y la gestión urbana para que, gracias a nuestro inquebrantable sentido común, todos podamos vivir mejor. Definitivamente, la madre de mi amiga tiene razón: las calles deberíamos pensarlas nosotras.