El fallecimiento del Papa Francisco ha generado un poco habitual consenso mediático a la hora de evaluar su mandato al frente de la Iglesia. Sin duda, su preocupación por las personas vulnerables y la apertura a nuevas sensibilidades sociales son las dos características que se resaltan en crónicas y obituarios.
El pasado mes de agosto tuve la fortuna de conocerle personalmente en la Santa Sede en la audiencia oficial que se nos concedió al Gobierno de Aragón y al Ayuntamiento de Zaragoza con motivo del 40 aniversario del segundo viaje de Juan Pablo II a la capital aragonesa.
Más allá del impacto emocional que experimenta todo creyente ante la figura del Papa como líder espiritual y religioso, percibí tres características de la personalidad de Francisco que me impactaron profundamente: su cercanía, su bondad y su increíble capacidad de trabajo.
Sobre esto último, hay que recordar que fue un encuentro con un hombre de 87 años que arrastraba ya serios problemas de salud y, sin embargo, nos recibió a las 8 de la mañana, después de haber mantenido ya antes otra audiencia, con una encomiable vitalidad y disposición a la escucha y el diálogo. Es rotundamente cierto que ha fallecido como era su deseo, ejerciendo hasta el último aliento la inmensa labor pastoral y la intensa jefatura del Estado vaticano que le fueron encomendadas en 2013.
De aquel encuentro recuerdo también la sensación inmediata de que estábamos ante un hombre bueno, sencillo y cercano. La magnificencia de los palacios vaticanos y el estricto protocolo de la institución contrastaban poderosamente con el trato afable, cariñoso y humilde de un Papa que nos demostró un exhaustivo conocimiento de los temas que habíamos planteado para la audiencia, como eran la rehabilitación de la figura histórica del Papa Luna o los conflictos por los bienes patrimoniales de la Iglesia en la Comunidad aragonesa. Fiel a su compromiso con la paz y los conflictos sociales, nos expuso también su preocupación especial en aquel momento por la situación en Venezuela tras el fraude electoral y la falta de una democracia plena en ese país.
Abordamos también la posibilidad de que uno de sus viajes fuera a España y de que pudiera emular a Juan Pablo II visitando Zaragoza y nuestra basílica del Pilar, la patrona de la Hispanidad. Por desgracia, el Señor ha llamado a Francisco a su seno antes de poder hacer realidad ese sueño. No obstante, quedará siempre en mi memoria de aquella audiencia cómo el Papa nos contó con emoción que su abuela le cantaba de niño en Argentina una jota dedicada precisamente a la Virgen del Pilar.
A buen seguro, protegido bajo el manto de nuestra patrona, con el sonido de fondo de las aguas del Ebro, como un trasunto caudaloso del bíblico Jordan, este hombre bueno y trabajador habrá llegado con todo honor y toda gloria a las puertas custodiadas por San Pedro, del que ha sido tan digno sucesor, para fundirse en el amor infinito de Dios y seguir velando desde el cielo por los millones de católicos que oramos por su descanso eterno.