Opinión

Asesino, yo no te creo

El rey del cachopo en Netflix - Cultura
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Yo confieso. Hace unos años me preguntaron si entrevistaría a un asesino y contesté, convencida, un por qué no. Lo dije por huir del mensaje buenista de los periodistas kapuscinskianos, que sienten este oficio como una vía para construir un mundo mejor cuando para mí es una vía de contar historias sin más, al margen de que estas remuevan conciencias o no. Mi respuesta estaba condicionada además porque acababa de solicitar una entrevista carcelaria con Patrick Nogueira -el asesino de Pioz, que mató – con el objetivo de incluirla en el libro que estaba escribiendo sobre el caso. El reo la rechazó. Y con el tiempo descubrí que la decepción inicial tornó en alivio. Entendí que a mí me habría contado la mentira que hubiera querido, igual que a la policía, el juez e incluso su madre. En un crimen como el suyo, en el que no había terceras personas implicadas y su crueldad no podía justificarse de ninguna manera, ¿de qué y a quién valdría lo que contase: a mí, al lector, a la familia de las víctimas o, curiosamente, al propio asesino?

“¿De qué me vale lo que quiera contar ahora el rey del Cachopo, siete años después de matar a Heidi?”, me cuestionó la hermana de la víctima como si pudiera zarandearme a través del Skype. A miles de kilómetros de distancia del lugar en el que César Román revela ahora que está enterrada la joven hondureña, su familia observa con horror el revuelo mediático creado en España. “No entendemos por qué le dan voz a ese mentiroso manipulador. Sólo queremos que nos deje en paz. Que piense en su propia hija antes de usarnos a nosotros para conseguir titulares y atención”. Ni tan siquiera entienden que la policía vaya a rastrear el terreno marcado por el hombre que asesinó y mutiló a la que era su novia. “Si al final encuentran un huesito de Heidi, ¿de qué nos valdrá ahora?

No es reparador para las familias, pese a que a veces se planteen visitar al asesino en prisión. Por supuesto, sin luz ni taquígrafos, y mucho menos para publicar un libro. ¿José Bretón dio el visto bueno a El odio una vez rematada su pseudo-confesión? ¿Quién lo comprará? ¿Por qué interesa lo que diga el hombre que definió el momento en que vio arder a sus hijos en la pira como el fin de un hechizo? Igual que no hubo conjuro posible para rebajar el dolor y el vacío que dejó, tampoco lo hay para la repulsión que producen sus palabras.

No abogo por la cancelación, sino por las buenas decisiones. ¿Por qué hacer un ejercicio de narcisismo compartido, entre entrevistador y entrevistado, en lugar de empatizar con las víctimas, con los auténticos dolientes? ¿Para qué dar espacio a una mentira que nunca debería ser escuchada? ¿De qué nos vale la condena o absolución que se pueda emitir desde el sofá si antes de la confesión mediática no hubo arrepentimiento real? No es lo mismo un ladrón de guante blanco o un estafador, incluso un cabeza de turco como Rafi Escobedo, el único condenado por el crimen de los marqueses de Urquijo, que el asesino de sus hijos, el descuartizador de su pareja o de sus tíos y sobrinos, a quienes mató Patrick. Debería haber líneas rojas. Porque no creo que el periodismo sirva para construir un mundo mejor, pero me basta con que no sirva para hacer más daño.

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