En 1611, Artemisia Gentileschi fue violada por Agostino Tassi. Artemisia tenía dieciocho años, y era ya una pintora que empezaba a ser reconocida en aquella impresionante Roma del barroco en la que ambos vivían. Había aprendido desde muy niña con su padre, el gran maestro Orazio Gentileschi, pero ya mostraba su propia personalidad. Tassi, un hombre ya maduro, era también artista, además de ser uno de esos tipos chulescos y broncos que siempre han abundado tanto, un machirulo, vamos. Era muy amigo de Orazio, y este le pidió que enseñase ciertos principios de la perspectiva a su hija. Las clases terminaron con la violación de Artemisia que, por supuesto, era todavía virgen.
Así describió ella aquel momento durante el juicio posterior, cuyas actas se conservan: «Cerró la habitación con llave y me tiró sobre la cama empujándome, me puso una rodilla entre los muslos y, levantándome las faldas con mucho esfuerzo, me tapó la boca con un pañuelo para que no gritase, puso las dos rodillas entre mis piernas y apuntando el miembro a mi naturaleza empezó a empujar hasta que lo metió dentro de mí. Yo le arañé la cara y le tiré del pelo y antes de que me metiese el miembro le di todos los golpes que pude, que casi se lo arranco.» Así es una violación, señoras mías.
Para devolverle a Artemisia la honra perdida —ese terrible concepto patriarcal que tanto daño ha hecho en el mundo—, Tassi le prometió que se casaría con ella. Pero pasaban los meses y el violador, que ya estaba casado en otra ciudad, no volvió a mencionar el asunto. Orazio Gentileschi terminó por enterarse y denunció a su amigo ante la justicia papal.
El juicio se celebró en 1612. Resulta escandaloso saber que Artemisia fue examinada por diversas matronas en presencia de un notario para certificar que, efectivamente, ya no era virgen. Aún peor, mientras él negaba descaradamente los hechos y aportaba falsos testigos, ella fue sometida a tortura para tratar de sonsacarle la verdad. Y a una tortura especialmente peligrosa y cruel para una pintora, un tormento que consistió en atarle unas cuerdas en los pulgares e ir apretándolas con la ayuda de un garrote, hasta casi romperle las falanges. Pero Artemisia jamás cambió su versión, y los jueces se vieron finalmente obligados a reconocer la culpabilidad de Agostino Tassi.
El violador fue condenado al destierro. Pero jamás lo cumplió: su talento artístico y su alegre compañía resultaban imprescindibles para muchos de los hombres poderosos y ricos de Roma —laicos y clérigos—, que lo protegieron y lo escondieron los primeros meses, hasta que la justicia fingió olvidarse del asunto. Artemisia Gentileschi, en cambio, tuvo que casarse a toda prisa con el hombre que su padre eligió para ella, un pintor de quinta fila, borrachuzo, inútil y violento, del que terminaría por separarse años después. Pero, además, tuvo que abandonar Roma: la gente la insultaba por las calles, la llamaban ramera y mentirosa y se morían de la risa con los sonetos sarcásticos sobre ella que aparecieron por toda la ciudad. Afortunadamente para ella y para los amantes del arte, lejos de Roma, en Florencia, Venecia, Nápoles o Londres, Gentileschi se convirtió en una de las firmas artísticas más importantes del momento, una de las mejores pintoras de la historia.
En 2001, casi cuatrocientos años después, la concejala del PP en Ponferrada Nevenka Fernández denunció al alcalde, Ismael Álvarez, por acoso sexual. La extraordinaria película de Icíar Bollaín Soy Nevenka —con guión suyo y de Isa Campo— nos cuenta de manera impactante una historia que fue en muchos sentidos exactamente igual que la de Artemisia Gentileschi: el fiscal jefe de Castilla y León, José Luis García Ancos, la interrogó como si la denunciada fuera ella, llamándola «fabuladora» y sometiéndola a una verdadera tortura psicológica. Buena parte de los vecinos de Ponferrada —cuyo ayuntamiento todavía se negó el año pasado a conceder el permiso para rodar la película— consideraron que la culpable era ella. Ismael Álvarez fue condenado a pagar una pequeña multa y una insustancial indemnización y siguió adelante con su vida como si nada, mientras que Nevenka tuvo que abandonar definitivamente el país porque nadie quería darle trabajo. Igual que hace cuatro siglos.
Todo esto resulta desolador. Sin embargo, me produce una inmensa alegría pensar que, ahora mismo, algo así no podría suceder. Estoy segura. Han pasado veintitrés años desde ese juicio y nosotras, con nuestra lucha común, nuestras protestas colectivas y la acción decidida de numerosas políticas y juristas feministas, hemos cambiado la historia. A día de hoy, Artemisia Gentileschi y Nevenka Fernández, como está ocurriendo con Gisèle Pélicot, serían sostenidas por todas —y también por muchos hombres—, que nos enfrentaríamos con la ira que se merece al viejísimo sistema patriarcal. Y creo de verdad que debemos felicitarnos por ello.