No sé qué pasó en el mundo para que a partir de los setenta todo lo construido por el ser humano se volviese feo. El objeto más modesto que se nos pueda ocurrir era bonito hace décadas. Ahora, si quieres algo que no sea horrendo, debes de pagar un precio desorbitado.
Me envían unas fotografías de mi segundo colegio, por WhatsApp. Intento averiguar desde dónde se han tomado. Ato cabos. Los espantosos pegotes de colores estridentes descontextualizan tres edificios de dos alturas y líneas sencillas, conectados por pérgolas lisas. Se ha asfaltado lo que antes era tierra, no sea que los niños entren en contacto con algo que no haya sido procesado y deglutido. Que un sitio que no voy a volver a pisar jamás sea ahora un espanto no me preocupa. Que todo lo que nos rodea sea feo, sí.
Tengo un amigo que dice que dentro de veinte años no habrá ropa vintage porque toda nuestra producción habrá desaparecido. No creo que nadie la eche en falta.
A la mala calidad de nuestra ropa le sigue la mala calidad de nuestros enseres domésticos, y por supuesto la de los edificios. Cuando un gran empresario (de los que duermen a pierna suelta) te dice “no hay dinero” para hacer algo bien, en realidad quiere decir que, en caso de hacer las cosas bien, no ganaría suficiente dinero para satisfacer sus caprichos. Llego hasta un vídeo de Sainz de Oiza en el que los inquilinos de El Ruedo (ese inmenso palomar de la M-30 madrileña) se le echan encima por las peculiares medidas de las viviendas. “Deja la casa y hazte arquitecto. ¡A ver si lo haces mejor tú!”, explota Sainz de Oiza.
No dudo de que el prohombre hizo lo que pudo con lo que le dieron, pero tampoco dudo (porque lo sé) de las ínfimas calidades con las que se construían las viviendas de pobres, hablando claro. Con los años ha surgido algo nuevo, que es el impuesto por lo estético. Puedes comprar prácticamente lo que quieras (unas gafas, una tetera, una silla, un bolígrafo, una colcha), pero, si quieres que no sea un espanto, tienes que pagar un recargo por el diseño.
La línea entre lo feo y lo estético es muy fina, pero bastan unos minutos de observación de cualquier objeto para ver las diferencias: un borde curvado en una montura de gafa, un tono más suave en una tapicería… son toques mínimos.
Los noventa fueron los años en los que todo el mundo empezó a hablar de las cosas “de diseño”, y donde todo el mundo era “diseñador”. Ya a finales, los modernos se fueron al diseño gráfico, que se conoce que era más fácil que el diseño industrial. Cuando cojo la bicicleta y recorro el anillo verde, me paro por las nuevas construcciones y me pregunto por qué promotores y arquitectos han decidido hacer esos enormes cubos sin alféizares en las ventanas. Por qué esos parques sin tierra. Por qué esas rotondas. Esas putas rotondas. Me pregunto dónde están los arquitectos que soñaban con hacer edificios prácticos y bonitos. Por qué esos paneles metálicos de colores horrorosos. Por qué esos secarrales y descampados. Por qué todo tiene que estar patrocinado. En definitiva, me pregunto el porqué de todos estos desastres estéticos y éticos.
Me acuerdo del libro España fea, de Andrés Rubio. De los artículos de Mondo Brutto sobre libros y discos. Y también de un pequeño libro que tengo en casa llamado Arquitecturas perdidas (Arean, Vaquero, Casariego) dedicado a los maravillosos edificios que hubo en Madrid. Me pregunto cómo la humanidad abandonó la senda cuando ya había encontrado el candil para alumbrarla. Será la avaricia, supongo.