Opinión

Aquel recreo truncado por la nieve

Los reyes de España, Felipe VI y Letizia, y el escritor español Luis Mateo Díez, Premio Cervantes 2023
Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Este año ha querido el destino que la mañana del día del libro la pasara en la ciudad cervantina que no visitaba hacía mucho tiempo: Alcalá de Henares. Solo tengo en la memoria el vago recuerdo de unas migas con chocolate en la hostería del estudiante, en una tarde de la infancia, junto a mis padres. La infancia y su huella indeleble, en unas líneas lo van a entender mejor, no por mis migas sino por otras razones más mágicas y poderosas. Tener el honor y la fortuna de que me inviten a la entrega del premio Cervantes no es algo que ocurra todos los años en mi vida de escritora.

Alcalá me recibe con cielo azul, cercada por vallas de la policía nacional y un empedrado que tambalea mis tacones. Tras el paso de un control, llego a la plaza donde contemplo la imponente fachada con relieves platerescos de la Universidad que soñó Cisneros. Porque el cardenal la imaginó como una ciudad independiente, incluso con sus propias leyes, pero solo llegó a ver terminada la capilla universitaria y el paraninfo, a donde yo me dirijo. Atravieso los tres patios, a cual más bello y cargado de historia: el de Santo Tomás de Villanueva, el de los filósofos, en el que me quedaría a vivir, y el trilingüe; al tiempo que atravieso otros controles de seguridad y protocolo. Trato de detenerme un momento antes de entrar en el paraninfo, como si tuviera que prepararme para sentir el lugar al que voy a acceder, pero los invitados que me siguen no dan tregua a la imaginación; unos minutos más tarde, sentada ya junto a un profesor de la Universidad, me entero de que el acto de la entrega del premio Cervantes comienza con una puntualidad exquisita. Y así es.

A la hora establecida se cierra la puerta, yo en mi cuarto banco, admiro el artesonado del techo, la tribuna, el suelo. La sala me sobrecoge, en sus paredes se pueden leer los nombres de algunos de sus alumnos ilustres: Lope de Vega, San Juan de la Cruz, Francisco de Quevedo y Villegas, Antonio de Nebrija, Jovellanos… Me sumerjo en el pasado más que en el presente, por unos instantes. Cuando llegaron los franceses este paraninfo lo convirtieron en cuadra para los caballos y luego, en la desamortización de Mendizábal, metieron aquí moreras para criar gusanos de seda, me informa amablemente mi compañero de banco. Trato de poner imágenes a sus palabras, sin embargo, el comienzo de la ceremonia me devuelve a la realidad. Es hora de fijarse en los vivos. En sus majestades los Reyes y autoridades gubernamentales y municipales y, por supuesto, en el homenajeado: Luis Mateo Díez, qué sentirá en estos instantes, me pregunto.

Espero su discurso con ilusión, es un escritor al que admiro, y cuando llega me sumerjo en él porque hay en su tono un halo nostálgico que nos arrastra. Nos habla de su infancia, ya les dije líneas más arriba, de la infancia tan nuestra y tan para siempre. La infancia del escritor en tierras leonesas, donde un día de escuela, un día de invierno, un día de nieve, su recreo escolar queda truncado bajo el asedio de los copos, y escucha a un profesor que lee en el aula un libro: Don Quijote de la Mancha. La infancia es el tiempo mítico del hombre, cita el autor a Cesare Pavese. Ese tiempo donde, con el paso de los años, parecen haber sucedido todas las cosas. El descubrimiento del Caballero de la triste figura marcará un antes y un después en la vida del escritor.

No es ese Don Quijote un héroe como los robines de los bosques, nos dice, si no un antihéroe, que fracasa en casi todas sus ensoñaciones. Ese deslumbramiento quijotesco ha inspirado muchos de los personajes de sus obras que tienen, en palabras del autor: “una atrabiliaria fisonomía de perdición y extravío, son héroes del fracaso. La emoción primitiva que supone apropiarse de un Don Quijote que vino en la voz lectora de un maestro”… un día de la infancia invernal.

Luis Mateo Díez echa la mirada atrás, como si tratara de comprender, de explicarse a sí mismo cómo ha llegado a convertirse en el escritor galardonado que ya es. Comprender ese impulso irremediable de escribir, de contar cueste lo que cueste, de vivir contando y contar viviendo, nos dice, es quizá uno de los misterios a los que ha de enfrentarse todo escritor. Indagar en las profundidades de su propia pasión, esa pasión sobre la que se preguntaba Gabriel García Márquez y por la que un ser humano, afirmaba, era capaz de morir de hambre, de frío o de lo que fuera con tal de llevarla adelante. Lidiar con una vocación a la que no se puede renunciar al hallarse trenzada a nuestra existencia. No poder vivir sin ella, ni a veces con ella. Julio Cortázar relataba que sufría el acoso de lo que denominaba cuentos alimaña. Cuentos que le poseían, casi de manera sobrenatural y que no lo dejaban vivir hasta que los exorcizaba escribiéndolos. La literatura aparece también para el escritor premiado sino como la clave para entender la vida, sí para vivirla. Esa vida que se muestra esquiva, dura en muchas ocasiones. Y la literatura puede salvarnos.

Tengo la sensación de que ese Don Quijote que descubrió Luis Mateo Díez en su infancia, sale a su encuentro al otorgarle el mayor galardón de las letras en lengua española. Me gusta ver en este hecho una historia circular que comienza en un recreo truncado por la nieve y culmina en la evocadora Alcalá de Henares, la ciudad que vio nacer al príncipe de los ingenios, en este paraninfo que contiene cinco siglos de belleza, literatura e historia. Enhorabuena.

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