Opinión

Apretó el botón

Donald Trump - Internacional
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Donald John Trump, presidente 45º y 47º de los Estados Unidos de América, ya no podía aguantar más. Apretó compulsivamente el botón de la guerra comercial contra el mundo en una pomposa ceremonia, celebrada en el Jardín de Rosas de la Casa Blanca, ante la cara complacida de los satisfechos miembros de un Gobierno ajeno a las consecuencias que, para la economía mundial y para sus sufridos moradores, tendrá la medida. En esta ocasión, el presidente Trump rearmó sus absurdos y gigantescos rotuladores negros con un enorme pizarrón escolar, incluyendo el nombre y el gravamen con el que castiga a los díscolos países con los que ha mantenido históricas relaciones comerciales.

En su simplona psicología y en su orfandad de conocimiento geopolítico, el presidente Trump considera que los Estados Unidos de América han sido estafados y abusados por vecinos, aliados y adversarios a lo largo de las últimas décadas. Y ahora les dispara un “día de la liberación” en forma de brutales aranceles. Alardea con la confianza de que su política comercial devolverá a Estados Unidos la riqueza y el poder mediante un crecimiento de su industria nacional. Su política no es otra que un rancio proteccionismo que se creía superado por la historia comercial de la humanidad. En 1986 José Saramago publicó “La balsa de piedra”, en la que narraba que por un extraño fenómeno geológico la península ibérica se cortaba en los Pirineos y empezaba a navegar aislada por los mares. Quizá, en sus ensueños, Trump quiera aislar a los Estados Unidos del resto del planeta; eso sí, incorporando Canadá y Groenlandia.

Detrás de ello se esconde la necesidad recaudatoria del Gobierno americano para compensar la reducción de impuestos que proclama Trump y sus limitaciones para hacer crecer su capacidad de endeudamiento público. Y en el fondo, el deseo de recuperar la hegemonía económica mundial, debilitada en estas últimas décadas por el ascenso de China y de otras potencias o potenciales potencias. Este deseo lleva aparejado la reconfiguración de un nuevo orden internacional, con vertientes militares y políticas, que afecta singularmente a una Unión Europea cada día más huérfana de la protección del Tío Sam.

Las consecuencias para la economía americana y mundial son difíciles de presumir. De momento, las bolsas mundiales se han teñido de rojo, con la americana a la cabeza. Están respondiendo con pérdidas y temor. Los gobiernos de los países afectados toman medidas que van desde la respuesta contundente hasta la inquietud por una presumible escalada. El pirómano tiene un galón de gasolina en una mano y un Zippo en la otra.

Trump ha consumado sus bravatas y ahora le toca la respuesta al resto de los países. Viene el contrataque de China, de la Unión Europea, de Canadá y del resto de los agredidos, en cuya larga lista figuran ignotas y perdidas islas de los Mares del Sur. Se espera un encarecimiento de los precios, una subida de la inflación, una caída del crecimiento y, por último, una recesión mundial. Este cuadro empezará a dibujarse en los Estados Unidos.

¿Hasta dónde se puede llegar? Scott Bessent, su secretario del Tesoro, ha advertido: “aconsejo no entrar en pánico, si no hay represalias éste es el número final”. Y ¿si no? Nadie puede pensar que el resto de los países va a permanecer con los brazos cruzados ante la agresión americana. ¿Dónde se detendrá la escalada? ¿Cómo se alterará el tablero de ajedrez de la geopolítica mundial? ¿Se recompondrá el mapa de alianzas?

Pero, sobrevolando, el anuncio de los aranceles, me gustaría aportar algunas pinceladas sobre el futuro de la economía mundial en las próximas décadas. Trump tiene un Consejo de Asesores Económicos, que ha programado una política con aspiraciones de rediseñar el comercio internacional y permitir al Gobierno americano reducir su déficit y bajar sus costes financieros por su montaña de deuda pública. Plantea una especie de acuerdo internacional para depreciar el dólar, partiendo de la base de que afán por la acumulación del billete verde eleva su precio y repercute negativamente en la competitividad estadounidense. El segundo punto es convertir la deuda a corto por deuda a muy largo plazo, con objeto de rebajar los costes financieros que afronta el Gobierno americano. Implicaría la aceptación por parte de los tenedores de bonos. Los autores no se quedan cortos. Plantean vincular el poderío militar y económico con sus exigencias financieras y comerciales no dudando en interponer aranceles o retirada de seguridad. El resultado desembocaría en un dólar depreciado frente a un fortalecimiento del resto de las monedas, lo que provocaría mayores exportaciones americanas, menores importaciones, financiación más barata, mayor empleo industrial y reducción del déficit. Trumpismo en estado puro.

Y todo este terremoto comercial se desencadena en medio de una inquietante tensión bélica en la que se combinan reclamaciones territoriales, áreas de influencia, nuevas alianzas, tensiones religiosas y conflictos sin resolver. No queremos ser agoreros, pero la historia nos muestra que a veces las guerras comerciales preludian las de verdad. Esperemos que los dirigentes de la humanidad no permitan que se llegue a estos extremos.

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